Leía hace poco que el Gobierno de Meloni va a incorporar el estudio del Latín en las escuelas desde los doce años. Como era de esperar, la noticia fue celebrada con entusiasmo entre los defensores del humanismo, de los clásicos y de la enseñanza tradicional. “¡Vamos tarde!”, decían con cierta razón.
Pero el caso es que no la tienen. En España nos hemos acostumbrado a estar más pendientes de lo que hacen fuera que de pensar lo que deberíamos hacer nosotros, y esto es algo que, por desgracia, afecta a las dos posturas enfrentadas en el campo de la pedagogía. Si en Suecia un gobierno progresista apuesta por las clases abiertas, los horarios flexibles y los dispositivos electrónicos, a los nuestros les falta tiempo para movilizar todos los recursos -y todos los cursos- en el intento de parecernos cuanto antes y todo lo posible a los escandinavos. Si, por el contrario, un ministro liberal en Francia anuncia una reforma para aumentar las horas de lectura en las aulas y para volver al libro de papel, a los nuestros les faltará tiempo para emular a los republicanos. Que lean lo que sea, pero más tiempo.
La laxitud en las lecturas obligatorias y la falta de reflexión han conducido a este concurso permanente para ver qué alumno graba más vídeos contando lo que ha leído y qué centro fomenta más el uso de las nuevas tecnologías en la biblioteca
Hace un año alguien comentaba que el equipo directivo de un instituto andaluz había decidido que los treinta minutos de lectura diaria obligatoria quedarían mejor si se repartieran en cinco minutos al comienzo de cada clase. Esta iniciativa resume a la perfección el estado no de nuestra educación, sino de nuestras políticas educativas elaboradas mediante bandazos irreflexivos. Los alumnos tienen que leer, decimos diez años después de haber descubierto que tienen que estar permanentemente conectados a un dispositivo electrónico. Y nos pasamos diez años pidiendo que lean más. Treinta minutos al día. Pero vamos a dividir esa media hora en seis minidosis. Cinco minutos por clase, verás qué bien. Tiempo de lectura, sacad la tablet. ¿No has traído tablet? Puedes usar un libro, claro. Venga, a leer. Sólo veo un alumno leyendo y han pasado ya tres minutos. Vamos, que no cuesta tanto. Bien, dejad las tablets en la mesa y tú, guarda el libro, por favor, que empieza la sesión de Matemáticas.
El “que lean lo que sea, pero que lean” no fue sólo un eslogan. Fue el espíritu de una época que acabó convirtiéndose en el alma de nuestro sistema educativo. Que lean lo que sea, que lean como sea, pero que los estudios reflejen todas las novelitas adolescentes que consumen nuestros jóvenes. De eso se trata. La laxitud en las lecturas obligatorias y la falta de reflexión han conducido a este concurso permanente para ver qué alumno graba más vídeos contando lo que ha leído y qué centro fomenta más el uso de las nuevas tecnologías en la biblioteca.
Lo vemos especialmente en la lectura, pero ocurre lo mismo con cualquier iniciativa relacionada con la educación. Copiamos en lugar de pensar y por eso nos centramos en el cómo, en el cuándo y en el cuánto sin haber pasado nunca por el por qué. Pedir que nuestros centros incorporen el Latín a los 12 años no tiene sentido. No funcionaría porque vamos siempre al espejismo y nunca a lo central. Lo importante no es el curriculum. Lo importante es la cultura escolar. Y ésta no se puede construir mediante decretos y planes anuales.
En una cultura escolar construida sobre la base del entretenimiento sin finalidad, las asignaturas sin conexión, las competencias sin aplicación o las modas pedagógicas sin fin, el Latín a los 12 años tendría el mismo efecto en los alumnos que el cordón de San Blas en las gargantas.
No dejamos de asistir, año tras año, a una interminable sucesión de propuestas mágicas para acabar con unos males que en realidad no queremos identificar. Las propuestas siempre son algo que hacen otros. Siempre es algo muy antiguo o muy nuevo. Siempre se intenta copiar el fruto concreto de la reflexión, nunca la reflexión. Lo que hace que el Latín a los doce, o la Filosofía a los catorce, o la lectura ininterrumpida desde los diez, o la conversación constante con cada alumno funcione no es la asignatura, ni la edad a la que se implanta la medida ni el tiempo que se dedica a la actividad. Lo que puede hacer que funcione es la reflexión previa. Sin un “para qué” claro y bien fundamentado, el “qué” no puede ser más que humo.
alcafranero
10/02/2025 08:44
Acabaremos conformándonos con que, una vez "graduados", sepan leer y escribir.
Sor Intrepida
Ha visto el charco en el que se metía,con piso, chofer ,escolta gratis y 150.000 euritos para gatos.Todo un culebrón,de momento tiene cita el el juzgado.Supera la saga El Padrino,eso si con fondos públicos y balbucendo el inglés para leer un papel.Tiene mucha cara,como su famiglia política.