Opinión

La tele no miente

Nada más agradable que escuchar las consignas que uno desea abrazar de antemano

  • Lo han dicho en la tele...

Si se tiene un televisor, ¿quién necesita viajar por el mundo, escalar montañas puntiagudas, navegar ríos entre masas de tierra salvaje o penetrar en las cavernas más oscuras? Si se dispone de un buen televisor, amplio como un frontón, ¿quién necesita surcar océanos para descubrir nuevas culturas? Todo cuanto uno precisa aprender está en la tele, en esa caja tonta de ayer, en ese rectángulo planísimo de hoy, negro como un mal futuro. Toda la sabiduría del mundo, todo el conocimiento del universo florece en el abismo desnudo de una pantalla. Innumerables expertos, perfectamente acicalados, nos transmiten a través de esa ventana mágica el infinito y escalonado abanico de su erudición.

Atrincherados en el sofá de tres plazas, con las cuatro bolsas de patatas fritas perfectamente colocadas sobre la barriga, qué sencillo resulta empapar el cerebro de hermosa y completa sapiencia, y qué escaso esfuerzo se requiere: abrir de par en par la boca, no más, y beber alegremente en esa fuente dorada de fantasía y conocimiento. Le entra a uno el torrente de sabiduría por entre los párpados y se le estremecen hasta las axilas. Se nos ensancha el alma como un globo de fiesta. Lo que diga la tele bien dicho está. Raro es hallar un retablo místico semejante —de pantalla plana— más respetado en esta cultura occidental, un santuario más venerado.

La tele, de una y otra bandera, acicatea con sus doctrinas a sus acólitos, que encuentran en ella no solo una inmensa ciencia, sino un magnífico argumentario con que bajar a la calle, acodarse en la barra del bar y abrumar al contrario

La tele posee dos vertientes, la de un color y la del otro, virtud divina y pecado capital, dependiendo del espíritu ideológico con que se mire. Así como las aguas de un río se bifurcan, también el grueso de la gente —de la ciudadanía, que dirían los demagogos— se escinde formando dos bandos perfectamente definidos: los buenos y los malos, los guapos y los feos, los de azul primaveral y los encarnados del inframundo. La tele, de una y otra bandera, acicatea con sus doctrinas a sus acólitos, que encuentran en ella no solo una inmensa ciencia, sino un magnífico argumentario con que bajar a la calle, acodarse en la barra del bar y abrumar al contrario: seis horas de televisión bastan para dominar una ingeniería, para un exhaustivo entendimiento sobre la formación de las tormentas tropicales y para alcanzar una precisa solución, punto por punto, al dramático problema de la inmigración. Incluso las guerras tienen merecidos vencedores y abominables culpables dependiendo del color de la tele que uno elija para informarse.

El acólito, el súbdito televisivo cierra filas y no saca un pie de la línea trazada en el suelo. Nada hay más cómodo, nada más agradable que escuchar las consignas que uno desea abrazar de antemano, nada más eficaz para el autoengaño que oír únicamente lo que uno quiere oír, nada más hermoso que dejarse acariciar los oídos por el susurro aterciopelado de los suyos. Atendiendo al noticiario que uno ha elegido por preferencia ideológica, se afianza la convicción, se asientan los valores. La tele no miente, especialmente si es la tele que uno escoge por afinidad.

Quién necesita un libro cuando se tiene una tele. Quién necesita reflexionar, quién necesita la verdad, quién necesita un criterio propio cuando se tiene una buena tele.

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