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Opinión

La libertad y la ley de eutanasia

Aunque no sea políticamente correcto, lo que uno haga con su propio cuerpo y con su propia vida afecta a los demás de modo indirecto, sobre todo si resulta irreversible

Manifestación convocada por Vividores ante el Congreso contra la Ley de eutanasia. Europa Press

Decía Don Quijote de la Mancha a su escudero que “la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”.  La importancia y la trascendencia de la libertad, que todos reconocemos, puede verse amenazada no sólo por ataques groseros, sino por otro tipo de agresiones mucho más sibilinas, que utilizan el propio concepto de libertad para desnaturalizarlo.  Esto último resulta particularmente grave, aunque por desgracia no es nuevo. Todos recordamos que en la puerta del campo de concentración de Auschwitz figuraba el lema de la libertad como fruto del trabajo.

La Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia, proclama abiertamente que el “derecho” a la eutanasia (pues así se configura en el artículo 1) es una consecuencia de la libertad.  En el preámbulo de la ley se hace una apelación a la libertad como valor supremo del ordenamiento jurídico, con cita del artículo 1.1 de la Constitución.  Y se dice que “han de establecerse garantías para que la decisión de poner fin a la vida se produzca con absoluta libertad, autonomía y conocimiento”.  Más adelante se habla del “titular del derecho a la vida”, claramente cada individuo.  Va de suyo que, como uno es el titular del derecho a la propia vida, puede hacer con ella lo que quiera.  Esto es la libertad, en la argumentación de la ley.

La lógica de la eutanasia pasa por admitir que yo soy el dueño de mi vida y de mi cuerpo, y que puedo hacer con ellos lo que desee.  Y si se me prohíbe se ataca a mi libertad.

Así las cosas, la ley de la eutanasia incurre en una grave contradicción cuando la limita a los enfermos graves e incurables o a quienes sufran un padecimiento grave, crónico e imposibilitante (artículo 5.1.e).  Si la decisión de prescindir de la propia vida es algo que atañe a mi libertad, y por tanto es algo digno de tutela, ¿por qué no aplicarlo a toda la población mayor de edad?  Incluso, ¿por qué no aplicarlo a menores con el suficiente discernimiento?  Debería bastar la decisión “autónoma” y libre del individuo para que el Estado corriera a quitarle la vida.  ¿O es que son sólo libres en este sentido los enfermos o quienes sufran un padecimiento? ¿Por qué no extender este nuevo “derecho” a toda la población?

Ahora resulta que el titular del derecho a la vida no puede hacer con ella lo que quiera hasta que contraiga una enfermedad grave e incurable

Sin embargo, en la ley no hay ni el más mínimo atisbo de la generalización de la eutanasia a toda la ciudadanía.  Ahora resulta que el titular del derecho a la vida no puede hacer con ella lo que quiera hasta que contraiga una enfermedad grave e incurable o hasta que tenga un padecimiento grave, crónico e imposibilitante.  Antes no existe esta libertad.

En realidad, aunque la ley no lo admita expresamente, no puede evitar considerar la decisión de acabar con la propia vida como algo negativo e indeseable.  Por eso no se reconoce a todo el mundo.  Tan solo se permite o se tolera cuando concurran ciertas circunstancias dramáticas, como las dos que configura la ley.  A quienes están en esta tesitura se les da el “derecho” de pedir su muerte, pero no como una exigencia de la libertad incondicionada de todo ser humano, sino como una opción ante los sufrimientos que padecen.  Lo quiera o no la norma, acabar con la propia vida tiene algo de antinatural, de contrario al principio de autoconservación de los seres vivos, y por eso las tendencias suicidas tienen su tratamiento psiquiátrico.

Aunque no sea políticamente correcto, lo que uno haga con su propio cuerpo y con su propia vida afecta a los demás de modo indirecto, sobre todo si resulta irreversible.  Por este motivo se castiga la mutilación genital femenina, aunque la víctima sea mayor de edad y lo consienta (artículos 149.2 y 155 del Código Penal).

Venta de órganos

 Los derechos fundamentales tienen desde siempre un carácter irrenunciable e inalienable.  Por muy angustiosa que sea la situación, nadie puede renunciar a su integridad física ni “vender” un órgano de su cuerpo.  Tampoco uno puede renunciar a ejercer para el futuro su libertad de expresión, religiosa, de reunión o de movimiento.  Pero no sólo en este campo de los derechos fundamentales, a la cabeza de los cuales se sitúa la vida.  El Derecho del Trabajo está lleno de derechos irrenunciables para el trabajador, como protección para el conjunto de los trabajadores.

Quien quiere renunciar a sus derechos fundamentales con mucha frecuencia, si no tiene un problema psiquiátrico, estará inmerso en una situación terrible y angustiosa

La irrenunciabilidad de ciertos bienes y derechos no se contempla como una quiebra de la libertad del individuo, sino precisamente como una protección a su libertad.  Quien quiere renunciar a sus derechos fundamentales con mucha frecuencia, si no tiene un problema psiquiátrico, estará inmerso en una situación terrible y angustiosa, capaz de manipular su voluntad.

Alguien podría pensar que, a pesar de todo, el nuevo derecho a acabar con la propia vida al menos sí amplía la libertad de ciertas personas, las que han contraído una enfermedad grave grave e incurable o quienes sufren un padecimiento grave, crónico e imposibilitante.  Aparentemente, el haz de posibilidades que siempre han tenido, en relación con la aplicación de unos u otros tratamientos médicos o, si tienen esa suerte, con los cuidados paliativos que se le ofrecen, se vería aumentado por la nueva opción de la eutanasia.  Aunque el suicidio esté despenalizado, la eutanasia arrojaría otra potencialidad: pedir que le maten a uno.

Sin embargo, en realidad, la eutanasia no se limita a añadir una opción más a las ya existentes.  Las transforma por completo.  La libertad que antes se tenía para decidir entre las distintas opciones vitales se deteriora seriamente.

Es fácil que, si no hay perspectiva de curación o de restablecimiento, la persona en cuestión se sienta una carga, un gravamen para el personal sanitario y para los suyos

Un enfermo grave e incurable o aquejado de un padecimiento grave, crónico e imposibilitante suele estar necesitado de cuidados médicos, sanitarios en general y familiares.  Requiere de otras personas, profesionales o miembros de su familia, que se ocupen de él y le ayuden, en ocasiones para tareas cotidianas de la vida.  Esta necesidad se extiende a veces durante un tiempo indeterminado, que puede ser largo.  Es fácil que, si no hay perspectiva de curación o de restablecimiento, la persona en cuestión se sienta una carga, un gravamen para el personal sanitario y para los suyos.  Esto resulta más acusado hoy en día, por el reducido tamaño de las familias.  En ocasiones la persona puede también sentirse un peso económico para su entorno, si su situación exige algún gasto extraordinario.

 Si la eutanasia no existe, estos cuidados por lo general serán agradecidos por quien los recibe, desde la asunción de que son parte de las circunstancias de la sociedad: ahora soy débil y han de cuidar de mí.  Sin embargo, si la eutanasia está presente como opción, el panorama se transforma.  Ya hay una “posibilidad” distinta a la de continuar con los cuidados.  Ya, si se percibe a sí mismo como una carga, vivir no deja de tener connotaciones egoístas.  Con una sola decisión podría liberar de ella a sus familiares o a los servicios sanitarios.  La eutanasia ha contaminado la libertad de las opciones que la excluyen.

Ejercer la libertad

Y esta situación tiene incluso una proyección social, en la consideración que merecen quienes sufren enfermedades graves e incurables o padecimientos graves y crónicos.  De inspirar compasión pasan a ser contemplados con ambivalencia.  En el fondo, si están en esa situación es porque quieren.  Porque se niegan obstinadamente a ejercer su “libertad”, su “derecho” a que se les prive de la vida.

Esto, como es evidente, puede afectar incluso a la asignación de recursos públicos.  En un ámbito tan delicado como la sanidad y los servicios sociales, en el que siempre hacen falta más fondos para importantes causas.  ¿Se van a mejorar los cuidados paliativos, por ejemplo, que en definitiva no logran la curación del enfermo? ¿O se va a dedicar ese presupuesto a la investigación o a técnicas de diagnóstico y a terapias? ¿Dónde queda, individual y socialmente, la libertad de optar por la vida, de negarse a la eutanasia?

Puede incluso ser “sugerida” por un sanitario “compasivo” o por un familiar próximo, a veces con un conflicto de intereses patente como heredero o como cuidador

Pero es que, además, la pretendida “libertad” de quien ejerce el derecho a que le maten en las circunstancias antes indicadas está gravemente comprometida.  Esta decisión “autónoma”, como dice la ley, no se toma desde la frialdad del análisis racional.  Al contrario, con mucha frecuencia se toma en condiciones personales muy duras, con dolores o sufrimientos, con angustia o padecimientos psíquicos inseparables de la condición del enfermo en cuestión.  Puede incluso ser “sugerida” por un sanitario “compasivo” o por un familiar próximo, a veces con un conflicto de intereses patente como heredero o como cuidador.  Es posible que el individuo esté atravesando una etapa de depresión, que tiene un tratamiento psiquiátrico que ayuda a salir de ella.

La eutanasia no es una ampliación de la libertad sino todo lo contrario: una disminución de la libertad de las personas vulnerables, aunque no opten por ella.  Ese precioso don que a los hombres dieron los cielos, en palabras de Cervantes, se lo recortamos a quienes, tal vez, más lo necesitan.  Quizás algún día a cada uno de nosotros.

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