Opinión

La experiencia dantesca de un autor intrascendente en la Feria del Libro

Feria del Libro de Madrid

No soy yo como esos articulistas que hablan de sus hijos, de sus cenas, de sus copas, de sus escapadas de fin de semana y de sus batallas personales. No suelo emplear la primera persona porque mi peripecia resulta intrascendente. Pertenezco a la zona gris de la sociedad, que es donde habitan los hombres cuya existencia es mucho menos interesante que la de Umbral y sus decenas de imitadores insoportables. A mí no me reconocen en los aviones ni me invitan a los clubes de puros. Yo plancho mis camisas, cocino mi cena, trato con mi círculo cercano en el día a día y asisto al desfile de los años con el incombustible optimismo de quien sospecha que tarde o temprano todo le decepcionará... o todo se le complicará.

Así que intento no fatigar al lector con el relato de mis visitas a Mercadona a las 9.15 de la noche, cuando ya han recogido la fruta. O con referencias a esos paseos de flâneur por Bravo Murillo o por el Parque del Oeste, que repito a diario con una exactitud tan aburrida que cualquier grupo terrorista tendría muy sencillo adivinar mi próximo movimiento para aniquilarme. Eso, si es que mi vida le importara a algún grupo terrorista.

Habrá quien piense que envidio la vida de los columnistas de contraportada que aparecen en las tertulias, son la atracción de los eventos y terminan varias noches al mes en el Toni2 con la nariz desconchada y unas ojeras enormes, como las de Luca Brasi o las de tantos animales nocturnos. Nada más lejos de la realidad. La atención me produce una profunda pereza. Lo digo desde la grisura. Desde una mediocridad buscada.

Lo más emocionante que me ha ocurrido últimamente es la publicación de una novela, que se llama Perro come perro y de la que casi nadie ha hablado. Difundimos algunos mensajes, enviamos varios ejemplares y dimos algunas entrevistas. Poco más. Quizás alguien reconozca la portada si la observa en una estantería, pero si eso sucede será más por cercanía al autor que porque alguien le haya recomendado el libro. Hace unas semanas, me llamó mi buen amigo Alberto Ortín para comentar que lo había terminado. “¿Y qué tal?”, le pregunté. Su respuesta fue reveladora: “Lo mejor que te puedo decir de ella es que me la he leído entera”. Le conozco desde hace un buen tiempo y, cuando algo le emociona, pronuncia generalmente la misma frase: "de puta madre". Como no dijo nada, preferí no preguntar más.

Escribir un libro compromete a tus amigos. Los escritores muy prolíficos no deben tener muchas amistades, dado que resulta insufrible la rutina de comprarlo, acudir a la presentación, leerlo e incluso enviar al autor algún comentario que acredite que, al menos, lo has abierto y echado un vistazo. Me imagino lo que le ocurrió a los compañeros de periódico de Juan Luis Cebrián cuando publicó ese bodrio freudiano que es La rusa. ¡Menuda incomodidad! ¿Qué le dirían? Cualquier desliz ante un tipo tan poderoso podría provocar consecuencias terribles. Por suerte, a mí nadie me teme. Si acaso, los comentarios sobre mi novela serán condescendientes. Brotarán del corazón; y no del área del cerebro donde se genera el miedo.

Mi editora, Eva Serrano, que es fantástica y que hizo un trabajo de edición espectacular (como con todas sus obras en Círculo de Tiza), me ha subrayado que la novela está bien, pero con el paso de los meses cada vez me he alejado más de esa idea. Tal es así que la he tumbado en mi estantería, donde hoy está situada por debajo de una agenda y de dos grandes libros. Una antología de Nietzsche que no he leído y un volumen gigantesco de Las uvas de la ira.

El otro día, Miguel Ángel Idígoras me comentó en un acto público que la había comprado. “Ah, ¿fuiste tú?”, le respondí. Me salió del alma. Quienes estaban presentes se echaron a reír. Idígoras añadió que le gustó la novela. Eso fue un lunes. El sábado anterior, había acudido a una sesión de firmas en la Feria del Libro de Madrid. Ahí quería llegar.

La caseta de la librería que amablemente me había citado para la firma de libros programó a Andrés Trapiello, Sara Mesa y Elvira Sastre a la misma hora. Tres escritores con recorrido y prestigio junto a los que se situó el autor de Perro come perro. Rubén Arranz, Raúl Arranz, Rubén Herranz, Raúl Herranz... todo eso me llaman. Por primera vez en mi vida, me sentí como uno de esos tenderos de feria medieval ambulante que se pasan las horas muertas con cara de circunstancias porque los puestos de alrededor están abarrotados, pero el suyo, de sales del Himalaya o velas perfumadas, no los visitan ni para preguntar por la ubicación del parquímetro.

La palabra fracaso

Nunca he tenido un ego desmesurado ni un especial pánico al fracaso. Me gusta imaginar todo como en la escena inicial de la película Match point. Aparece una pista de tenis y una red en cuya cinta choca una bola. A partir de ahí, puede caer en un lado o en el otro. Puedes ganar o perder el punto, en función de dónde bote la pelota.

Las victorias nunca son absolutas. Después de cada una, suelen aguardar algunas tareas todavía más fatigosas, desde el reconocimiento hasta el aumento de las expectativas o la exigencia sobre ti. Las derrotas son en realidad un trámite. Los memos suelen asociarlas al orgullo herido o a las oportunidades perdidas. Siempre me ha dado pereza esa grandilocuencia, como la intensidad en general o los mensajes que apelan a la superación sin acción. Así que mi absoluta intrascendencia en la Feria del Libro fue significativa: no soy un buen reclamo comercial. No atraigo a los lectores de novelas. Sería más fácil que alguien me identificara con el librero que con un autor. De hecho, así ocurrió cuando un señor se acercó para preguntarme por Ética para Amador. “Lo tenemos en la tienda”, respondió la amable mujer que estaba junto a la caja registradora. Yo me refugié entonces en mi botella de agua. Le di un trago en un intento de salir al paso de la graciosa vergüenza. Le di 100 tragos a la botella en ese rato.

Me sorprendió la cantidad de personas que se acercaron a Elvira Sastre para charlar con ella y solicitar una dedicatoria. No conocía a esta autora. Al parecer, escribe poemas que tienen un enorme tirón entre las jóvenes. “Te admiro mucho, leo todo lo tuyo y es un placer tenerte en mis redes sociales”, le comentó una de las asistentes. La afluencia de seguidoras era tal que los organizadores habían dispuesto dos vallas a su lado para ayudar a conformar mejor la fila. A ella la reconocían desde lejos. Su aceptación era impresionante. A ella no le preguntaban por Ética para Amador. Sabían cómo era su cara y su obra.

Hubo un hombre que se acercó a Sara Mesa con una maleta y sacó toda su colección del interior. Era extremeño, simpático y con ese punto excéntrico que caracteriza a los lectores ensimismados, que se evidencia cuando salen al exterior y el sol ilumina su carácter asocial. Otra mujer agarró una de las novelas del expositor, miró la foto y espetó: “Eres más guapa en el libro que en persona”. Después, se echó a reír y se marchó en dirección a otras casetas o quizás a su casa, donde seguramente no haya espejos.

Un buen talante

Después de una hora y media, me levanté de la banqueta y me fui. Me dirigí a la dueña de la librería -simpática y mordaz- y le dije: “Con reclamos comerciales como yo, olvídate de cambiar de coche”. Ella me respondió: “Bueno, al menos has estado aquí, pasando el rato, con un buen talante”. La victoria de este galgo se pagaba 1.000 a 1 después de lo acontecido. Y sospecho que esa misma sensación de intrascendencia que sentí les asalta a algunas decenas de escritores cada año, que callarán por vergüenza, miedo o por lo que sea. A mí, me hizo gracia. Memento mori.

Me preguntaron qué tal había sido la experiencia -a sabiendas de que me daba pereza- y traté de contestar de forma honesta. “Me sentaron en una banqueta alta y no vino nadie. Fue como ser socorrista en una playa en enero. O la de ese tipo extraño que montó una tienda de reiki y técnicas de relajación oriental en mi calle, que siempre estaba vacía y que cerró un mes después de su inauguración”.

Supongo que aceptar el fracaso no es el ejercicio más habitual hoy en día, en el que las Meditaciones de Marco Aurelio están en cada hogar, pero no para instruirse en el estoicismo, sino para encontrar argumentos con los que camuflar la grisura, las derrotas o la evidencia lacerante de que, con los años, el fracaso y el desgaste son inevitables.

Así que he abierto el ejemplar que me regalaron hace unos años, nada más mudarme a esta casa, y en una página al azar he encontrado esta frase. “La razón cruzará todos los obstáculos, al igual que el fuego sube, la piedra baja, el cilindro se desliza por una pendiente, y ya nada más indagues”. La verdad es que Marco Aurelio fue un visionario. La lógica suele imponerse con el paso del tiempo. Y cuando tu libro no interesa a mucha gente, tú tampoco atraes a nadie por tu obra.

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