La reciente decisión del presidente Donald Trump de intensificar de forma sustantiva la imposición de aranceles a las importaciones representa un giro de extraordinaria agresividad en la política comercial de Estados Unidos. Esta estrategia, presentada como una medida de protección industrial y corrección de desequilibrios estructurales, supone en realidad una apuesta arriesgada y profundamente regresiva, tanto desde el punto de vista económico como social. Sus efectos, lejos de reforzar el tejido productivo nacional, amenazan con erosionar la competitividad, incrementar los precios al consumo, distorsionar las cadenas de valor y acentuar la desigualdad.
En términos técnicos, los aranceles son tributos aplicados a los bienes que cruzan una frontera nacional. Aunque el sujeto pasivo formal es el importador, su carga económica suele recaer en los consumidores domésticos y, en menor medida, en los exportadores extranjeros. Esta traslación depende de factores como la elasticidad de la demanda, la disponibilidad de sustitutos y la posición relativa de poder de mercado. En economías abiertas con elevada integración productiva, como la estadounidense, la capacidad para evitar el traslado de los aranceles al precio final es limitada, lo que convierte a este instrumento en un mecanismo inflacionario por excelencia.
En efecto, la primera consecuencia tangible de esta política es el encarecimiento inmediato de los productos importados, que afecta de forma directa a los consumidores y a las empresas que dependen de insumos intermedios provenientes del exterior. Sectores clave de la economía, como la tecnología, la automoción, el textil o la maquinaria, se verán forzados a asumir costes más elevados, lo que reducirá sus márgenes y deteriorará su competitividad tanto en el mercado interno como en el exterior. A su vez, la presión inflacionaria resultante compromete la estabilidad de precios y puede forzar respuestas contractivas por parte de la Reserva Federal, con los consiguientes riesgos para el crecimiento y el empleo.
La desestabilización de las cadenas globales de suministro genera un entorno de incertidumbre que desalienta la inversión, ralentiza la innovación y reduce la eficiencia productiva agregada
Más allá del impacto macroeconómico inmediato, los efectos estructurales son aún más preocupantes. La desestabilización de las cadenas globales de suministro, sobre las que se ha construido buena parte del crecimiento económico de las últimas décadas, genera un entorno de incertidumbre que desalienta la inversión, ralentiza la innovación y reduce la eficiencia productiva agregada. Esta fragmentación, lejos de repatriar actividad industrial de forma significativa, tiende a crear cuellos de botella, rigideces y encarecimientos que afectan incluso a los sectores que, teóricamente, la política pretende proteger.
Desde el punto de vista distributivo, la política arancelaria impulsada por la actual Administración tiene un carácter claramente regresivo. Al elevar el precio de productos básicos y de amplio consumo —como electrodomésticos, componentes electrónicos o vestimenta— impone un coste desproporcionado sobre los hogares de renta baja y media, cuyo gasto es menos diversificable y más sensible a las variaciones de precios. En la práctica, se trata de una forma encubierta de tributación indirecta que contradice los principios básicos de equidad fiscal. Además, los sectores exportadores, especialmente las pequeñas y medianas empresas que no gozan de economías de escala ni capacidad de negociación, pueden verse duramente castigados por medidas de represalia, exacerbando las asimetrías regionales y sociales.
La evidencia histórica y contemporánea es concluyente al respecto: las guerras comerciales no producen vencedores. La Ley Smoot-Hawley de 1930, invocada con frecuencia en este tipo de debates, agravó la Gran Depresión al desencadenar una espiral de represalias arancelarias y contracción del comercio internacional. Más recientemente, los episodios de tensión entre grandes bloques económicos han tenido efectos similares: menor crecimiento, mayor incertidumbre y debilitamiento de la cooperación multilateral.
El regreso al proteccionismo no es una muestra de fortaleza estratégica, sino la expresión de una economía que opta por el repliegue en lugar de la adaptación inteligente
El nuevo proteccionismo, revestido de retórica nacionalista, no sólo es ineficaz en términos económicos, sino también contraproducente desde una perspectiva geoestratégica. Al socavar la arquitectura del comercio internacional basada en reglas y previsibilidad, erosiona la confianza de los socios comerciales y debilita el liderazgo global de Estados Unidos. Además, el uso reiterado de aranceles como instrumento de presión unilateral amenaza con desencadenar reacciones simétricas que fragmenten aún más el orden económico internacional, desplazando al mundo hacia una lógica de bloques cerrados y rivalidad permanente.
En definitiva, la política arancelaria del presidente Trump, lejos de constituir una solución a los desequilibrios económicos de Estados Unidos, introduce distorsiones graves, redistribuye rentas de forma regresiva, compromete la estabilidad de precios, debilita la inversión productiva y fractura las relaciones comerciales internacionales. Su coste agregado, en términos de bienestar y eficiencia, supera con creces cualquier beneficio localizado o temporal que pueda reportar en determinados sectores industriales.
El regreso al proteccionismo no es una muestra de fortaleza estratégica, sino la expresión de una economía que opta por el repliegue en lugar de la adaptación inteligente. En un mundo profundamente interdependiente, las políticas que ignoran esta realidad están condenadas no solo al fracaso, sino a generar daños duraderos cuyas consecuencias exceden ampliamente el ámbito económico.
José Félix Sanz Sanz es Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid