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Opinión

Hay un juez en Schlewig-Holstein

Imagen de la furgoneta en la que se trasladó a Carles Puigdemont

Carles Puigdemont se siente feliz y sus huestes fanatizadas descorchan botellas de espumoso tras la resolución del Tribunal del Land de Schlewig-Holstein descartando que el delito de rebelión por el que está procesado en España se corresponda con la figura penal de alta traición en la legislación alemana. De acuerdo con este veredicto, Puigdemont, en caso de ser extraditado al que, pese a sus fantasías calenturientas, sigue siendo su país, no podría ser juzgado por rebelión, sino, en todo caso, por malversación, una vulneración de la ley de menor entidad que no implicaría su inhabilitación automática. Sin embargo, pese a este tropiezo de la justicia española en la aplicación de la euro-orden, el resto de la decisión de los jueces alemanes no es precisamente para que los independentistas arrojen tantos cohetes. En primer lugar, se deja claro que el acusado no sufre persecución política, contradiciendo así una de las tesis principales de los golpistas, que niegan su condición de presuntos delincuentes y se lamentan de sufrir las arbitrariedades de un Estado represor. En segundo, le deja en libertad bajo fianza de 75.000 euros, con obligación de presentarse regularmente en un juzgado y de permanecer en suelo de la Bundesrepublik. No parece tampoco que este sea el trato que se dispensa a un héroe de las libertades democráticas, sino que más bien apunta a las precauciones que se toman para que un procesado no escape al rigor de la ley. Y, por último, el procedimiento de extradición continúa por el delito de malversación, con un posible resultado desfavorable al falso mártir que puede acabar en un avión en dirección a la cárcel de Estremera.

El independentismo no debiera lanzar tanto cohete: los jueces alemanes dejan claro que el acusado no sufre persecución política, contradiciendo así una de las tesis principales de los golpistas

El Gobierno de Mariano Rajoy se caracteriza, inspirado por el nebuloso carácter de su presidente, por una mezcla equilibrada de pasividad, inoperancia y pusilanimidad, que él denomina curiosamente “sentido común”. Fruto de esta forma de afrontar las tareas propias del poder ejecutivo, el golpe se ha venido gestando durante años con luz y taquígrafos mientras en La Moncloa facilitaban este encomiable propósito con abundantes recursos financieros y abriendo un despacho en su Delegación en Barcelona para que la ínclita estadista que ha revelado ser la Vicepresidenta Para Todo practicara un infatigable diálogo apaciguador con los que preparaban incansables la “desconexión” de España. Queda la duda de si la vicepresidenta era consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, pero persistía en ellos porque le resultaban entretenidos; o si creía de verdad que sus dotes de seducción terminarían por ablandar la dura coraza de sus interlocutores, lo que probaría que se puede ganar una oposición a un cuerpo de elite del Estado con un nivel considerablemente moderado de inteligencia.

Cuando la Fiscalía germana suscribió al completo las tesis del instructor Pablo Llarena y solicitó a la sala de lo penal del Land fronterizo con Dinamarca mantener a Puigdemont entre rejas y aceptar su extradición a España por rebelión y malversación, un hálito de optimismo invadió a nuestros aguerridos ministros y a su sinuoso líder. Las perspectivas no podían ser más halagüeñas, los togados teutones iban a hacer el trabajo mientras en la mesa del Consejo podía continuar la siesta. Pero, oh hados fatales, el tribunal competente le ha enmendado la plana al fiscal y la dicha se ha trocado en desconcierto y consternación. Este molesto incidente ha venido a corroborar lo que millones de españoles ya sabemos desde la desperdiciada mayoría absoluta de 2011. En España hay una apariencia de Gobierno, unos caballeros y unas damas que se sientan en las poltronas ministeriales y fingen que se afanan en la conducción de los negocios públicos, pero que en la práctica dejan que otros se enfrenten a los problemas verdaderamente acuciantes, sea el Rey, sean los empresarios, sean los jueces o sea la sociedad civil.

La pregunta es si surgirá de las entrañas de la Nación el proyecto de renovación que rectifique los numerosos errores de las últimas cuatro décadas y sustituya la clase política incinerada que hoy nos desgobierna

El Estado español es multisecular y resistente y ha conseguido no ser destruido por los mandatos sucesivos de Zapatero y de Rajoy, combinados ambos con la labor dinamitera de los separatistas catalanes, especialistas en el engaño, la felonía y el saqueo del erario. Ahora bien, por sólida que sea su mole y por dilatada que sea su historia, no existe Estado que pueda sobrevivir a gobiernos que o no hacen nada o, cuando se desperezan, se dedican a suministrar a sus peores enemigos los medios para liquidarlo. Por eso, la partitocracia corrupta, ineficaz y ruinosa en que ha degenerado el sistema institucional y político del 78, tiene los días contados. La pregunta es si surgirá de las entrañas de la Nación el proyecto de renovación que rectifique los numerosos errores de las últimas cuatro décadas y sustituya la clase política incinerada que hoy nos desgobierna por equipos de refresco integrados por gentes de limpia ambición y sano patriotismo dispuestos a acometer la difícil misión de enderezar un rumbo definitivamente perdido.

Es conocida la anécdota de Federico II de Prusia y el molinero, en la que el monarca expresa su satisfacción por el buen funcionamiento de la justicia en su reino con la célebre frase “Aún hay jueces en Berlín”. En estos días, el Gobierno de España ha descubierto que hay jueces en Schlewig-Holstein que pueden desbaratar con una decisión más que discutible su temblorosa estrategia de esconderse detrás de los tribunales. La separación de poderes es un principio básico de las auténticas democracias, pero cada uno de los tres en su lugar y con sus competencias. Cuando uno de ellos se arruga y se refugia en alguno de los otros dos, el riesgo de que un cisne negro levante el vuelo y siembre la desolación se multiplica. ¿Podremos los españoles salir del marasmo que nos atenaza sin pasar previamente por un cataclismo traumático como en anteriores ocasiones de nuestro pasado? Las próximas elecciones generales nos brindan la oportunidad de acabar de rematar lo viejo y de dar un impulso vigoroso al nacimiento de lo nuevo. ¿Sabremos hacerlo?

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