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Opinión

Jordi no, Kunta Kinte

Doris Lessing pensaba que los escritores eran las criaturas más capacitadas para distanciarse de los sentimientos de masa y las condiciones sociales. Los novelistas, aseguraba, son los únicos capaces de hacer que nos veamos como nos ven los otros. Justo por eso en las sociedades totalitarias se desconfía tanto de ellos: porque fabrican espejos para mostrar los cráteres de las ficciones nacionales.

A los ojos de la alcaldesa de Vic y diputada de JxCat, Anna Erra, el resto de los habitantes de España tendremos el aspecto de Jim, el esclavo fugitivo de la señora Watson en Las aventuras de Huckleberry Finn. Nos verá mansos, grandes, dóciles y holgazanes como al personaje de Mark Twain. Para alguien que sugiere la existencia de una raza catalana y discrimina en qué lengua hablar según el fenotipo, el asunto presupone una desquiciada intención de segregación.

Para Erra, deberíamos aceptar el idioma catalán, de la misma forma en que el esclavo Kunta Kinte debe aceptar el nombre que le da su amo

¿Cómo percibe la señora Erra al resto de España? En su paternalismo racista, cree la diputada que quienes no hablan catalán merecen, como Kunta Kinte, un castigo por no aceptar el nombre que le ha dado su amo. O acaso ella, como el coronel Joll de Esperando a los bárbaros, pensará que al imperio catalán lo acechan tribus bárbaras como en la novela de Coetzee. Entiéndase que ella lo hace por el bien de los foráneos, para que aprendan a hablar... ¡a la fuerza! La señora Erra es de las que dirían creer en la paz, y tal vez incluso en la paz a cualquier precio.

Los padres de la escritora y premio Nobel Nadine Gordimer escaparon de una tragedia para meterse en otra. Llegaron a Sudáfrica huyendo de la pulsión antisemita que ya a comienzos del siglo XX recorría Europa. Mitad inglesa, mitad judía, Gordimer creció en una sociedad donde la discriminación tenía rango legal. Como Lessing, plasmó en sus libros la violencia que avasalla, día a día: el grifo roto de la palabra y los sentimientos. Eso que comienza en el lenguaje y se hincha como un pan venenoso en el corazón de las sociedades.

La señora Erra es de las que dirían creer en la paz, y tal vez incluso en la paz a cualquier precio

Ningún territorio de la palabra es infértil y justo por eso ha de ser conquistado. Desde Rodesia del Sur hasta los Balcanes, al siglo XX no le faltan ejemplos al respecto. Es curioso que, aún siendo capaz de acumular información sobre su comportamiento en el pasado, el ser humano insista. Ser conscientes del impulso innato a la segregación y división no basta. La intervención de Ana Erra en el parlamento catalán lo demuestra

Las palabras de la alcaldesa de Vic no son una ocurrencia, sino una demostración de la vigencia de los fanatismos. Para Erra, nosotros, los extraños, los castellanohablantes, los extranjeros, los otros, deberíamos aceptar a la fuerza el idioma catalán, de la misma forma en que el esclavo Kunta Kinte debe aceptar el nombre que le da su amo en la novela de Alex Halley. Aunque a ella, seguro, le parecerá mucho mejor Jordi que Toby.  Tenía razón Doris Lessing, los libros son espejos para escalar las alucinaciones propias y colectivas. Habrá que hacerle llegar uno a su despacho en Osona. A saber qué consiga en su reflejo.

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