Opinión

Sabatinas intempestivas

Informar o barnizar

Vuelve esa exigencia de las buenas gentes para que los periodistas se dediquen a dar noticias optimistas. Hemos convertido a los economistas en los omnímodos gurús, sumos sacerdotes de los secretos de la tribu

Imagen de una gasolinera, a 12 de mayo de 2022

Vuelve esa exigencia de las buenas gentes para que los periodistas se dediquen a dar noticias optimistas. Suele ocurrir cuando las cosas van mal y amenazan ir peor. En esas ocasiones se pide al mensajero que manipule la postal y donde aparezcan los desastres se las arregle para que se contemplen seductores paisajes. En el fondo tienen una idea curiosa, que es la de considerar que lo real es lo que nos cuentan y no lo que vemos. Los muertos tienen muy buena cara. Los enfermos gozan de esplendorosa salud. Los jodidos sonríen, y al fin tenemos un mundo pletórico de vecinos afectuosos. Una inclinación tan vieja como la estupidez y que se resumiría en la desvergüenza de afirmar que si la vida es dura exijo que me la pinten de colores.

No es extraño que fuera Hollywood, esa fábrica de sueños y traficantes de ideas, la que impusiera los finales felices como obligación industrial. La trama podía ser tortuosa, pero debía acabar bien. Se facilitaba así la digestión del personal y si le suministraba las dosis necesarias para seguir aguantando sin hacerse preguntas. Todo ese mundo se acabó hace ya mucho tiempo, sin embargo, ahora, que todo vuelve en modo pesadilla, se exige de los cronistas que alteren la dureza del relato echando varias capas de barniz. La realidad es fea, pero luce como nueva. 

La bolsa de la compra se ha disparado. Gracias a que la llamamos IPC y que recurrimos a la estadística conseguimos que el personal la contemple con cierto distanciamiento. Por si fuera poco, insisten en que les pasa a todos. ¿De verdad alguien se cree que les pasa a todos? Da lo mismo, y así evitamos recurrir al refranero sobre el mal de muchos y el consuelo de los tontos. No está el horno para refranes en la era del twit. 

Hemos convertido a los economistas en los omnímodos gurús, sumos sacerdotes de los secretos de la tribu. Son los que hablan con Dios y trasmiten a los mortales las palabras sagradas. Sus diferencias son como las de las religiones: todas parten de una verdad revelada. En épocas de crisis profundas y en situaciones sin salida, ejercen la hegemonía de la inteligencia porque la clase política, cobarde y acojonada, les ha puesto en primera línea. Son la ciencia, aunque cualquier mortal enterado sabe que engañan porque tienen unos intereses aún más veleidosos que los dirigentes políticos. Como carecen de peso en las urnas, su única entidad está vinculada a aquellos de quienes dependen. Son científicos de lo efímero; imprescindibles para el discurso político que enuncian otros; los que les sufragan y orientan. Ni siquiera alcanzan la fragilidad de los periodistas con su realidad pegada al culo, porque de ellos se exige que además hagan previsiones.

Nuestro lenguaje, ya sea político, periodístico o económico, está volviendo a siglos muy pasados. Se escribe haciendo guiños para que se entienda lo que no decimos. Hay una mayoría de gente que está por debajo del nivel de pobreza, se llaman “pobres” y no precisamente de solemnidad, aunque nosotros encontremos fórmulas de expresión redondas, sin aristas, como “precarios” o lo que es más excéntrico, “vulnerables”. Luego existe ese acordeón social que constituyen las clases medias, que se abre o se cierra a partir del aire que le entra al fuelle. Y los ricos, cuya sola denominación apesta a zafiedad y demagogia. No hay nadie que diga “nosotros, los ricos”, a menos que esté borracho. Ni tampoco quien atine a exclamar “yo soy vulnerable”. Como es fácil de comprobar las calificaciones están ausentes de sentido de la realidad, no se corresponden porque han sido barnizadas.

El que escriba “clases sociales” corre peligro. No digamos si se desliza hacia el lado maligno y añade “lucha de clases”. Una pelea que vive todos los días desde alguno de los puestos de la barricada ideológica pero que desde hace décadas se ha vuelto impronunciable. Frente a lo que la gente cree no la inventó Marx, ya venía de antes y era una expresión de procedencia conservadora. Ya ven las metamorfosis de las palabras; donde menos lo esperas salta un tópico que se convierte en arma ofensiva.  

Lo que requieren de nosotros es que nos enzarcemos en las diferencias entre la inflación, a secas, y la “inflación subyacente”, pero no que sumemos ambas y tengamos que decir escuetamente que, desde la energía al pan, todo se está desmadrando, y que las pensiones no sólo peligran si no que se han convertido en un albur disfrazado de estadísticas. El último bálsamo para idiotas es la regulación de la comida; que nada se tire a la basura sin antes ofrecerlo al precariado. Como la cofradía de San Vicente Paul, pero en posmoderno y con la garantía del Estado.

Diferentes modos de embaucar a los lectores para que no se cabreen con nosotros por tener que titular “Lo peor está por llegar” y no vernos forzados a describir que ese horizonte no afectará a todos. Algunos saldrán reforzados y la mayoría destrozados. La vileza de los argumentos debería escandalizarnos. Primero fue la pandemia, de la que empezamos ahora a conocer el volumen de la catástrofe, pero también la incompetencia de los poderes públicos para afrontarla. Ahora, la invasión rusa de Ucrania que presume el crimen de una guerra si no también el fin de una globalización que dibujaba un mundo geopolítico que se ha venido abajo y del que no tenemos ni idea de hacia dónde va. Cuando las grandes potencias occidentales han incluido a la supuesta amante de Vladimir Putin, la ignota Alina Kabaeva, entre el puñado de potentados rusos sancionados económicamente, cabe imaginar que nos están vendiendo un serial televisivo sobre Pablo Escobar y los narcos de Medellín. O quizá se trate de un fake de la casa Trump. Cualquier cosa menos una matanza. 

La alternativa más nefasta que se nos viene encima es la de trivializar sobre una guerra, sumada a una crisis alimentaria. Las concepciones que habíamos manejado de la economía tortuosamente globalizada están cuestionadas por la geopolítica. No hace falta recordar la República de Weimar como antecedente del tránsito de una inflación desmesurada a una política totalitaria y belicista. Casi todo es diferente, empezando por nosotros, obligados a cambiar día a día por la fuerza de los hechos y las evidencias.

No nos engañemos, no estamos viviendo la hegemonía de la economía sino la decadencia de la política. Sufrimos una ansiedad insaciable cuando no hay barniz que pueda cubrir la sensación de estar siendo gobernados por unos incompetentes irresponsables.

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