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Opinión

El deber de la neutralidad

Registro de salarios por sexo y 'unidades de igualdad': así es la ley universitaria de Castells
El ministro Manuel Castells en el Congreso de los Diputados

"La sentencia habla de la necesaria neutralidad institucional. Este concepto se utiliza cada vez más, pero no aparece en ninguna norma vigente. Nos recuerda cuando la dictadura franquista reclamaba una universidad apolítica". La senadora Adelina Escandell, del grupo Esquerra Republicana-Bildu, se refería con estas palabras a la sentencia reciente de un Juzgado de lo Contencioso-Administrativo que ha condenado a la Universidad de Barcelona por no guardar la debida neutralidad. Lo hacía para reclamar al ministro Castells, durante la comparecencia del mismo ante la Comisión de Ciencia, Innovación y Universidades del Senado, que expresara su apoyo a la Universidad de Barcelona. La senadora buscaba que el ministro se pronunciara en contra de una resolución judicial, que aún no es firme, a la que calificaba de ataque contra la libertad de la universidad.

No fue la única que se manifestó en tales términos durante la sesión parlamentaria. La representante de Junts per Catalunya aprovechó la ocasión para quejarse de que las universidades catalanas están sufriendo "la persecución de la justicia hacia quienes piensan diferente". La Universidad de Barcelona habría sido castigada por que el claustro suscribió un manifiesto conjunto de todas las universidades catalanas para denunciar la represión del Estado. De creerla, la sentencia no sólo coartaría ‘una vez más’ la libertad de expresión y la libertad ideológica, sino que pondría en jaque a la propia autonomía universitaria. Por lo que concluyó su intervención interpelando directamente al ministro: "¿Va a permitir que se carguen (sic) la autonomía de las universidades?’"

Es sintomático que los nacionalistas vuelvan las cosas del revés, denunciando una persecución judicial allí donde los jueces ofrecen amparo a las libertades individuales

Poco sorprenden declaraciones como éstas, habituados como estamos a los aspavientos retóricos de los independentistas, pero es digno de notarse que haya representantes políticos capaces de ver la larga sombra de la dictadura detrás de un recurso contencioso-administrativo. Recordemos que en la citada sentencia la juez da la razón al recurso presentado por el profesor Ricardo García Manrique y otros cuatro miembros de la comunidad universitaria en el que alegan que la resolución del claustro universitario, aprobando el ‘Manifiesto conjunto de las universidades catalanas de rechazo de las condenas de los presos políticos catalanes y a la judicialización de la política’, constituye una vulneración de los derechos de los recurrentes a la libertad ideológica, la libertad de expresión y el derecho a la educación. Que unos ciudadanos pidan amparo ante los tribunales cuando entienden que sus derechos fundamentales son lesionados por una institución pública debería verse como parte del normal funcionamiento de una sociedad democrática, y hasta como signo saludable. Es sintomático que los nacionalistas vuelvan las cosas del revés, denunciando una persecución judicial allí donde los jueces ofrecen amparo a las libertades individuales. Por cierto, el terrible castigo infligido (¡que no infringido!) a la Universidad son seiscientos euros por pago de costas y la publicación de la sentencia en la web de la institución.

Se dirá que en este caso lo importante es el fuero y con razón. Por eso mismo la respuesta del ministro a las interpelaciones independentistas llaman la atención, a pesar de que han tenido escaso eco en prensa. Comenzó proclamando que el Gobierno acata las sentencias judiciales, que no cabría esperar otra cosa de un miembro del ejecutivo, pero inmediatamente introdujo las consabidas adversativas: "Ahora, por otra parte, lo que pienso como persona, y también como ministro, es que todas las universidades gozan, uno, de autonomía y, dos, de libertad de expresión que cubre cualquier declaración institucional". Hay algo de contradicción performativa en hablar de ‘acatamiento sin discusión’ para discutirla a continuación; no menos confuso resulta que exprese su ‘desacuerdo personal’, pero también como ministro, mientras el acatamiento se atribute al Gobierno como órgano colegiado. En cualquier caso, la postura de Castells, "como persona que no desaparece por el hecho de ser ministro" (¡bueno es saberlo!), quedó clara en la comparecencia: una universidad tiene libertad para hacer declaraciones sobre los asuntos públicos que afectan a los derechos humanos, como fue la lucha contra el apartheid en la vieja Sudáfrica. Esa es una ‘gran tradición universitaria global’ de la que él mismo, como persona, formaría parte.

Como si los líderes del 'procés' no hubieran sido condenados por graves delitos en un juicio con todas las garantías procesales

El apartheid, nada menos. Como tantas veces, la invocación de los principios flaquea por los ejemplos. Hemos visto a los líderes secesionistas establecer paralelismos con la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, o compararse ellos mismos con Mandela o Gandhi. Y esa la vía por la que transita el famoso manifiesto conjunto de las universidades catalanas, suscrito por el claustro de la Universidad de Barcelona. Allí se habla de ‘presos políticos’ (¡incluso se exige su liberación inmediata!), como si los líderes del procés no hubieran sido condenados por graves delitos en un juicio con todas las garantías procesales; o se denuncia la ‘deriva autoritaria’ del Estado español ‘que criminaliza la disidencia’, como si en una democracia liberal como la nuestra se persiguiera a la gente por sus ideas. Eso sí, se le da un barniz con loas al pensamiento crítico y a la cultura de la libertad. Pero toda la prosopopeya del manifiesto, supuestamente en defensa de valores democráticos compartidos, apenas esconde su verdadera naturaleza, beligerante y partidista, al servicio del independentismo.

Ahí está cuestión. La sentencia que critican los independentistas, y con la que está en desacuerdo el ministro, explica que las universidades públicas forman parte de la administración pública y, como instituciones públicas que son, están sujetas al deber de neutralidad. No se trata de instituciones que articulen la participación política ni tienen como finalidad la representación política de los ciudadanos. Ese deber implica que la universidad no puede tomar partido en las disputas políticas, asumiendo como propia una determinada opción ideológica o partidaria. Eso no impide que los miembros de la comunidad universitaria, estudiantes y profesores, hagan política y defiendan las opciones ideológicas que prefieran; simplemente no pueden hacerlo en nombre de la universidad o utilizar los órganos de gobierno universitario para ello. La razón no es tan difícil de comprender: si las instituciones públicas son de todos, no pueden ser usadas por algunos para ponerlas al servicio de los proyectos políticos de una parte; ciertamente no sin quebranto de la igualdad de todos y los derechos de la otra parte.

Investigación y docencia

Si lo consideramos, nada más contrario al sentido de la autonomía universitaria que esa instrumentalización de la institución, subordinándola a proyectos políticos ajenos a su misión. Pues la autonomía universitaria no tiene otro sentido que ofrecer un marco institucional estable que garantice la libertad académica tanto en la docencia como en la investigación. La autonomía consiste en una serie de potestades que permiten a la institución organizarse con ese fin, protegiendo ese espacio de libertad para docentes y discentes frente a presiones e intereses ajenos a su quehacer. Pero no significa ni mucho menos una dispensa para que las autoridades académicas o los claustros universitarios promuevan proyectos sectarios en nombre de la institución y adopten las posiciones independentistas en contra del orden legal vigente.

Detrás está el cliché más repetido en esta discusión y no por ello menos falso: las universidades no disfrutan de libertad ideológica o de expresión ni la autonomía universitaria implica nada parecido. En el orden constitucional, las instituciones públicas carecen de derechos fundamentales, pues sólo los ciudadanos pueden ser titulares de estos. No es casualidad que sea así. Esos derechos son protecciones de las personas frente a instituciones y autoridades; concedérselos a éstas sería desproteger a aquellas. Conviene recordarlo cada vez que oímos, no sólo a los nacionalistas, atribuir libertades a colectivos e instituciones.

Sociedad pluralista

Por eso es importante la exigencia de neutralidad aplicada a las instituciones públicas. Como han recordado diferentes sentencias judiciales en los últimos meses, tiene su origen en el mandato constitucional, según el cual los poderes públicos deben ‘servir con objetividad los intereses generales’, lo que entraña en una sociedad democrática el respeto por la igualdad de los ciudadanos y los derechos fundamentales de todos. Pero una sociedad libre, donde los ciudadanos ejercen sus derechos como la libertad de pensamiento y de expresión, es indefectiblemente una sociedad pluralista, cuyos ciudadanos sostienen concepciones morales y religiosas diferentes y persiguen proyectos políticos antagónicos. De hacer caso al filósofo John Rawls, el pluralismo funcionaría como el canario en la mina: allí donde se ve mermado, las libertades están amenazadas. Un test de lo más útil.

El deber de neutralidad vela por el pluralismo social y político, estableciendo límites a la arbitrariedad de los poderes públicos cuando patrocinan o promueven como propios los proyectos ideológicos o las concepciones religiosas de una parte de los ciudadanos. No es, por tanto, un capricho de unos jueces ni una rémora del franquismo, sino una exigencia consustancial al Estado constitucional en una sociedad pluralista. Se entiende que los independentistas lo ataquen, pues siempre han pretendido presentar su causa como si fuera la de todos los catalanes y el pluralismo les estorba. Lo malo es que otros no lo vean.

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