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Opinión

La identidad colectiva oprimida como poder soberano

La identidad colectiva oprimida como poder soberano

Uno de los mayores logros que los españoles hemos alcanzado como pueblo en nuestra historia reciente ha sido la consagración, a nivel constitucional, del principio de igualdad ante la ley. De conformidad con lo proclamado en el artículo 14 de nuestra Carta Magna, este implica que no pueda prevalecer “discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”.

Ni que decir tiene que la institucionalización de este principio constituye un auténtico fastidio para cualquier régimen totalitario, ya sea de izquierdas o de derechas, hasta el punto de que la igualdad ante la ley se convierte en el primer obstáculo a remover. ¿Por qué? Pues porque una de sus derivadas más inmediatas es la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, es decir, la imposibilidad de que quienes nos gobiernan puedan constituir privilegios en torno a los que construir un poder omnímodo. No está de más recordar que, cuando se siembran privilegios, lo que se recoge es discrecionalidad y desigualdad.

La aceptación por los ciudadanos de la subversión de las máximas derivadas de la igualdad ante la ley requiere de un caballo de Troya capaz de introducir en nuestra sociedad, de forma sibilina, el germen de la justificación de la desigualdad y la instauración del privilegio. Y parece que el totalitarismo ha encontrado en las identidades colectivas oprimidas la coartada perfecta. Se nos ha convencido de que, como sociedad, tenemos la obligación política, legal y moral de reparar delitos, ofensas y vejaciones pasadas, que nosotros no hemos cometido. De que tenemos que humillarnos ante quienes se autoproclaman descendientes de miembros de un colectivo antaño oprimido que, desde ultratumba, exige una satisfacción. Ya que la responsabilidad penal se extingue con la muerte del autor, pretenden instaurar una responsabilidad social que nunca prescriba. Y la moneda con la que pretenden cobrarse es con la del privilegio.

Guerra cultural

En los últimos quince años han florecido las identidades colectivas oprimidas: el género, la raza, la etnia o la religión. Sólo han tenido que esperar a la aparición de un catalizador social adecuado que les permitiera eclosionar, ya sea el Black Lives Matter o el Mee Too. Para garantizarse el éxito, han recurrido al pretexto de la necesidad de una igualdad real, gracias a la que han conseguido disfrazar de guerra cultural el cuestionamiento sistemático de derechos y libertades fundamentales, así como de los cimientos del Estado liberal y democrático de derecho.

Las identidades colectivas oprimidas han pasado de ser un movimiento reivindicativo a un poder soberano constituyente, cuya legitimación no radica en el sistema democrático sino en un sentimiento de culpa inoculado a la población durante años. En nombre de opresiones pasadas, se están censurando contenidos, derribando símbolos, reescribiendo la historia y reinventado tradiciones. El objetivo es infligir a nuestra generación la discriminación que otros padecieron en el pasado, mediante la instauración de privilegios identitarios. Y el proceso de demolición de derechos y libertades fundamentales, como la presunción de inocencia o la libertad de expresión, ya ha comenzado. Y ni usted ni yo pintamos nada en todo esto: la soberanía ya no reside en el pueblo, sino en la identidad.

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