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Opinión

Dos ideas perversas

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

El verano transcurre lento y tórrido entre alambicadas negociaciones para formar gobiernos autonómicos y declaraciones cruzadas entre el presidente en funciones y su socio preferente para no formar un gobierno nacional. Los titulares y los análisis de los columnistas serpentean entre trivialidades y lugares comunes sobre lo que puede suceder en una eventual segunda votación de investidura y los comentarios de los dirigentes de los demás partidos se refieren una y otra vez a los motivos por los que no van a apoyarla o se extienden en consideraciones destinadas a ocultar si la respaldarán o no. Mientras los representantes electos del buen pueblo español consumen sus días en perder el tiempo y el dinero del contribuyente, los problemas del país se agudizan, la deuda sigue creciendo, la guerra comercial entre China y Estados Unidos amenaza al mundo con una nueva recesión y las temperaturas alcanzan cotas inéditas. Nuestras élites políticas, económicas y periodísticas se agitan como partículas sometidas al movimiento browniano, siempre en la superficie de las cosas, dando por sentados conceptos absolutamente erróneos que jamás someten a revisión.

Por eso constituye un ejercicio mental saludable recordar algunas de las ideas probadamente equivocadas que impregnan nuestra sociedad y que nuestros gobernantes han hecho suyas con el automatismo propio de gentes resistentes al pensamiento racional. Hay dos en particular que explican en buena medida la situación de parálisis que atraviesa España y que la aguda pensadora iconoclasta Ayn Rand puso magistralmente en evidencia en su célebre distopía “La rebelión de Atlas”, lectura que le sería mucho más provechosa a Pablo Iglesias que la de autores marxistas polvorientos que le han sumido en la confusión, como es evidente en cada ocasión que diseña una estrategia o simplemente abre la boca.

Nadie discute, salvo egoístas inhumanos, que los enfermos, los ancianos, los niños desamparados, los desempleados y los refugiados que huyen de guerras genocidas o de tiranías criminales deben recibir ayuda

Estas dos ideas especialmente perversas son: a) la necesidad genera derechos y b) el éxito es en sí mismo insolidario. De acuerdo con la primera, basta con encontrarse en un estado de precariedad para que el resto de la ciudadanía tenga la obligación de acudir en socorro del necesitado, con independencia de las circunstancias que le hayan llevado a tal condición y de cuál sea su grado de responsabilidad en la desgracia que le aqueja. Nadie discute, salvo egoístas inhumanos, que los enfermos, los ancianos, los niños desamparados, los desempleados y los refugiados que huyen de guerras genocidas o de tiranías criminales deben recibir ayuda. Sin embargo, no está en absoluto claro que el que se atiborra de comida basura o de alcohol, el que nunca ha trabajado ni cotizado, el que no ha hecho el menor esfuerzo para formarse o para encontrar un puesto de trabajo o el migrante que entra ilegalmente en otro país simplemente en busca de beneficios sociales, pueda exigir subsidios, vivienda y atención médica a costa de los demás. Si aceptamos que el mero hecho de no tener un techo, estar sin blanca o padecer una patología grave convierte al sujeto que padece tales carencias en receptor de dinero público sin más, estamos convirtiendo la pobreza y el fracaso en méritos en lugar de en infortunios, que es lo que son. Este planteamiento aberrante conduce a la proliferación de personas indolentes, irresponsables y aprovechadas en detrimento de aquellas que son productivas, creativas y dotadas de talento.

Cuando una pandilla de mediocres doctrinarios que jamás han pagado una nómina critican a un personaje excepcional como Amancio Ortega, revelan la peor cara de una izquierda rencorosa

En cuanto a la segunda, es tan o más letal que la primera. Desde esta perspectiva, si alguien destaca por su inteligencia, su esfuerzo, su ingenio o su capacidad de mejorar su pecunio, la diferencia que estas cualidades establecen respecto a sus semejantes menos dotados es esencialmente injusta y hay que tomar medidas correctoras que la mitiguen. De ahí la educación llamada inclusiva, los impuestos confiscatorios sobre la renta o el patrimonio, el rechazo a la búsqueda de la excelencia y la falta de reconocimiento de la ejemplaridad. Cuando una pandilla de mediocres doctrinarios que jamás han pagado una nómina critican a un personaje excepcional por su empuje empresarial y sus virtudes cívicas como Amancio Ortega por donar centenares de millones al sistema de salud para adquirir equipos de diagnóstico que contribuirán a salvar miles de vidas de gente modesta, revelan la peor cara de una izquierda rencorosa, destructiva y totalitaria, sólo apta para fomentar la envidia disolvente y la estéril fiebre revolucionaria.

La obsesión redistributiva y la manía igualitarista debilitan el cuerpo social, propician la generalización de la escasez y provocan la huida de los mejores a otras latitudes en las que su superior competencia sea reconocida y sus iniciativas aplaudidas. Un Gobierno de “progreso”, tal como lo entiende Pedro Sánchez y el diunvirato conyugal de Galapagar, convertiría a España en un remedo de la Venezuela chavista o de la Cuba castrista malogrando la enorme potencialidad de uno de los lugares del planeta donde sus habitantes podrían disfrutar de una óptima calidad de vida si su clase política no se dedicase a estropear todo lo que toca. Ojalá en las elecciones que muy probablemente tendrán lugar en noviembre los españoles sepan dejar atrás cuatro años de pasiva inactividad seguidos de otros cuatro de decepcionante caos y pongan las cosas en su sitio.

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