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Opinión

De los gritos altos a las palabras huecas

Lluis Salvadó.

Las políticas de la identidad tienen sobrados efectos nocivos ya constatados. Cuando se decide perfilar a un colectivo más allá de la suma de preferencias individuales, irremediablemente se llega a la definición del mismo con una serie de atributos incorporados al grupo. Características, claro, que no tienen por qué compartir todo el número de integrantes que lo compone. En consecuencia, se termina tomando la parte por el todo y es inevitable la exclusión de todos aquellos individuos que no se identifican con el dibujo monolítico que se hace de sí mismos y de sus iguales, aunque de iguales tengan algo tan arbitrario como, un poner, el lugar de nacimiento, la religión, el género o la lengua. Cuestiones, todas, que se escapan a nuestra capacidad de elección.

Sin embargo, no es apresurado afirmar que, por más que se constaten las nefastas consecuencias, la identidad actúa como uno de los motores más potentes y más implacables. Así es, con un muy pequeño margen de duda, en la esfera más íntima. Siempre que me preguntan por qué sigo fumando -y lo hacen a menudo dado que la pregunta es más que pertinente-, respondo que a los diecisiete decidí que el tabaco sería una forma de presentarme al mundo y que ya no soy ‘explicable’ de otra manera. A tal sandez han contribuido las escenas de cine que nos contaron que seríamos más populares con el cigarrillo entre los labios y todas esas femme fatale a las que quisimos imitar. Un rasgo que ha acabado siendo tan determinante que prescindir del mismo conllevaría una renuncia a una esencia personal difícil de asumir.

Gracias a Santi Vila hemos sabido que señalar a traidores no era incompatible con admitir en privado que el ‘procés’ se les iba de las manos

Es común y comprensible la necesidad de explicarnos como parte de algo y de ahí la gran capacidad de atracción de la identidad. El problema aparece cuando se adoptan con la misma ligereza y la misma arbitrariedad esas etiquetas de manera colectiva y se utilizan como elemento legitimador para describir a la ciudadanía en unidades fragmentadas y monolíticas. El nacionalismo catalán, es sabido, ha alimentado y utilizado las diferencias entre ciudadanos para reivindicar desigualdades políticas. Un ejemplo revelador de la capacidad de alcance de ese discurso son las palabras del alcalde de Blanes, del PSC, alegando que “aquí en Cataluña se vive de otra manera, pasa igual con Dinamarca respecto al Magreb”. Dicho, además, por un ciudadano declarado no independentista, pero que en cambio sí abraza la causa de la identificación colectiva. No es tan distinto a algunas de las aseveraciones que atribuyen cualidades humanas de manera exclusiva a las mujeres: “somos más participativas”, decía alguna alcaldesa.

Si tomamos ambos ejemplos, comprobaremos rápido cómo quienes se han erigido en defensores de cada uno de los colectivos a través de corrientes políticas concretas se caracterizan por dar lecciones bien de catalanidad, bien de cómo ser buen feminista. Y de cómo reconocer a los esquiroles y a los traidores que no comulgan. Es cansado -aunque necesario-, a estas alturas, seguir denunciando la tiranía a la que pueden conducir esas actitudes. Por eso hay que aprovechar las ocasiones en las que algunos de los puritanos de causas varias evidencian que se las toman como poco más que una manera como otra cualquiera de presentarse a la opinión pública.

Esta semana hemos sabido que mientras todo esto pasa hay políticos declarados feministas, como Lluís Salvadó de ERC, que bromean en conversaciones telefónicas a cuenta del tamaño de los senos de sus compañeras de partido sin que la organización les repruebe con una dimisión que sí pediría si esos comentarios los hubiese formulado alguien de otro partido. También hemos conocido, a través del género literario en que se han convertido ya los libros sobre el 'procés', que se señalaba a traidores cuando todos los líderes independentistas sabían y admitían en privado que su plan se les iba de las manos. Es el caso de Santi Vila, exconsejero de Puigdemont, hoy muy alarmado por las consecuencias del proyecto por cuyo éxito él mismo veló.

Sirvan estos ejemplos para comprobar qué poco reñidas están la presunta entrega absoluta a la causa con la hipocresía. Y aunque la falsedad que demuestran en sus convicciones no les hace menos intransigentes en la defensa de sus postulados sobre identidad, la doble vara de medir indica que las lecciones de los más acérrimos hay que tomarlas a menudo como palabras huecas. No porque es lo que son, que también, sino sobre todo porque en muchas ocasiones se escogen causas colectivas como quien elige comenzar a fumar, aunque las consecuencias de socializar las manías las pague un número de gente mucho mayor.

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