Opinión

¡Golpe de Estado, golpe de Estado!

La estrategia rufianesca de gritar, insultar, mentir sin descanso y hacer payasada tras payasada parece que ha creado escuela en todas partes

El portavoz parlamentario de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián
El portavoz parlamentario de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián Carlos Luján / Europa Press

A lord Bertrand Russell, filósofo y matemático, una de las cabezas más claras que ha dado la humanidad, le preguntaron una vez, ya al final de su vida, qué mensaje quería dejar a las generaciones venideras. Dijo esto: “Cuando estés analizando algo, sea lo que sea, atente únicamente a los hechos. Pregúntate solamente cuáles son los hechos y cuál es la verdad que esos hechos muestran. Nunca te dejes influir por lo que tú deseas o por lo que tú crees, o por lo que crees que traería más beneficios. Toma en cuenta única y solamente los hechos”. 

Muy bien, pues vamos a los hechos.

Primer hecho. El Partido Popular, auxiliado en las bandas por los cuatro tablones flotantes que quedan de Ciudadanos y también por Vox, lleva cuatro años bloqueando el funcionamiento de los más altos organismos de la Justicia española. Deliberadamente. Eso es un hecho incuestionable. También lo es que eso es una violación flagrante de la Constitución. ¿La razón? Uno de sus dirigentes lo dijo hace algún tiempo: “No podemos consentir que la Justicia en España caiga en manos de la izquierda”. Así que el bloqueo institucional, del que dependen tantas cosas que nos afectan a todos, durará hasta que el PP vuelva al gobierno o tenga la mayoría parlamentaria suficiente como para seguir controlando la Justicia. Cuando eso ocurra, consentirán en la renovación de los magistrados… para seguir teniendo la mayoría en esos órganos. No antes. El desprecio a la democracia, la falta de fe en el sistema democrático que eso supone, es inaudito.

El gobierno sabe (no es que lo piense o lo suponga; le consta) que la inmensa mayoría de los ciudadanos está en contra de ese mercadeo, pero no le importa: lo está haciendo

Segundo hecho. El PSOE, que se mantiene en el gobierno gracias al apoyo de la izquierda radical (socios no deseados en el Ejecutivo) y del soporte parlamentario de grupos secesionistas que buscan la desmembración de España, está cambiando las leyes para comprar ese apoyo. Ese es otro hecho incuestionable. Ha aguachinado el delito de sedición, que existe (con variantes) en toda Europa, y ha convertido la malversación en un pecadillo venial. Ya veremos lo que pasa con el referéndum de autodeterminación: Sánchez ha negado con tal contundencia que se vaya a celebrar que, conociéndole, es posible que se convoque en cualquier momento.

El objetivo, de nuevo indiscutible, es favorecer en los Tribunales a los máximos responsables del intento de reventar el orden constitucional que se produjo en Cataluña en el otoño de 2017. ¿Por qué? Por la única razón de que necesita los votos de esa gente para mantenerse en el poder. No hay otro motivo. El gobierno sabe (no es que lo piense o lo suponga; le consta) que la inmensa mayoría de los ciudadanos está en contra de ese mercadeo, pero no le importa: lo está haciendo. El desprecio a la Constitución, la falta de fe en el sistema democrático que eso supone, es igualmente inaudito.

Tercer hecho. Ambas cosas: las maniobras más arteras para mantener (ilegalmente) el control de la Justicia y el impulso a toda velocidad de la reforma de las leyes para favorecer a los delincuentes, con maniobras igualmente arteras, se están produciendo al mismo tiempo. Obviamente, en sentido contrario.

Solo falta que alguien se ponga a escribir que la inflación es un golpe de Estado, lo mismo que el cambio climático, la huelga de los médicos en Madrid o la eliminación de España en el Mundial

Cuarto hecho. En los máximos órganos de gobierno de la Justicia española hay derecha y hay izquierda. Los magistrados no son espíritus puros que se limitan a aplicar o a interpretar la Ley, como ellos mismos repiten tantas veces. No es así. Lo mismo que los diputados y senadores, lo mismo que los militantes y los aparatos de los partidos políticos, los altos jueces exhiben una disciplina y una obediencia flagrante a las órdenes que les llegan de esos mismos partidos, con los que simpatizan o que les han puesto ahí. Quien se empeñe en negar eso es que vive en otro planeta. ¿Que eso es, además de ilegal, inmoral? Desde luego que sí. Es un desprecio absoluto por el sistema democrático, por la Constitución y por la propia Justicia. Pero sucede.

Con todos esos hechos incontrovertibles encima de la mesa, la pregunta sale sola: ¿Qué coño está haciendo toda esa gente con nosotros? ¿Le importamos a alguien? ¿En serio? ¿A quién?

Si pensábamos que el estrépito político, hace cosa de un mes, era casi insoportable, lo de estos días es ya, sin más, algo parecido a lo que pasa en las lagunas de Villafáfila (Zamora) en los atardeceres de invierno, como los de ahora mismo: que el graznido de los gansos es tan atroz que no deja oír nada más.

Porque son gansos. No tienen otro nombre. Y nos toman a todos por gansos, o por patos mareados, o sencillamente por imbéciles. Un ejemplo creo que bastará: el del golpe de Estado. Nunca se había hablado tanto en España de golpes de Estado como en estos días. Lo que pasó en Cataluña en 2017 fue un golpe de Estado, dicen. No tiene nada que ver con la realidad, pero qué más da, ahí queda. La moción de censura que tumbó a Rajoy fue un golpe de Estado para poner ahí a un gobierno ilegítimo y okupa. Eso es otra prueba de increencia en la democracia pero venga, qué más da.

La aviesa resistencia del PP a renovar a los magistrados y a los jueces es un golpe de Estado. Hala. El no menos avieso cambio de las leyes por el gobierno para comprar el apoyo de los indepes es un golpe de Estado. Otro. Solo falta que alguien se ponga a escribir que la inflación es un golpe de Estado, lo mismo que el cambio climático, la huelga de los médicos en Madrid o la eliminación de España en el Mundial, que eso sí que fue un golpe de Estado gordísimo del que todavía nos estamos recuperando, pobre Luis Enrique.

Feijóo no hace más que pedir a Sánchez que vuelva a la Constitución; Sánchez hace lo mismo con Feijóo. Los dos están lejísimos de eso que piden al otro (la Constitución) y además hablan de cosas distinta

Lo que quiere decir todo esto es que la palabra, el poder de la palabra y sus significados, se está perdiendo rápidamente. Por abuso. Los gansos de Villafáfila chillan con tal furia que pronto nos parecerá normal y pensaremos que algo malo pasa cuando se haga el silencio. Feijóo no hace más que pedir a Sánchez que vuelva a la Constitución; Sánchez hace lo mismo con Feijóo. Los dos están lejísimos de eso que piden al otro (la Constitución) y además hablan de cosas distintas, se acusan de cosas que no tienen nada que ver entre sí, pero qué importa eso: lo que cuenta es la intensidad del ruido que se hace. Perdón: que se nos hace. A nosotros. La estrategia rufianesca de gritar, insultar, mentir sin descanso y hacer payasada tras payasada parece que ha creado escuela en todas partes.

El exministro José Manuel García Margallo, un librepensador, un verso suelto dentro del PP, un hombre de extraordinaria valía intelectual, ha escrito un libro (España en su laberinto, ed. Almuzara) del que ya hablaremos porque todavía me lo estoy leyendo, pero he tenido que sacarle nueve veces punta al lápiz de tanto subrayar. Sobre los dos partidos protagonistas de esta indignidad, por ejemplo, dice que el problema es “la imagen de ambos como partidos anquilosados, caciquiles, viviendo de espaldas a los ciudadanos y más atentos a sus intereses particulares que al interés general”.

Exactamente así es. La distancia entre los políticos (la clase política en general) y los ciudadanos es ya un abismo. Y el griterío, las acusaciones cada vez más gruesas y cada vez más fútiles, son la prueba que faltaba –si es que faltaba alguna– de que lo que sucede es lo que decíamos hace un momento: que nos toman a todos por idiotas. “¿Es que con gritos queréis / robustecer la opinión?”, que decía Pemán.

Cuando en el pasado ha sucedido algo semejante, muchas veces, pero muchas, ha terminado por ocurrir lo mismo: que sale un salvapatrias y nos revienta la vida a todos. No volveremos al sosiego y a la voluntad de concordia de la Transición, no; corremos el riesgo de imitar a esta gente que no hace más que chillar y llamarse cosas tremendas, y hacer que los ciudadanos abandonemos el moderantismo que mantenemos mayoritariamente (a duras penas) desde hace 44 años para echarnos en manos de un caudillo, de un cuñao, de un Trump, de un Putin o de sus versiones castizas, que las conocemos todos.

Hay gente que está esperando eso. Y que trabaja para eso. Pero nadie hace nada.