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Opinión

Por un gobierno de concentración nacional

Por un gobierno de concentración nacional

Desde hace ya algún tiempo venimos alertando sobre los riesgos de haber dejado en manos del nacionalismo cualquier asomo de iniciativa política en Cataluña; sobre las calamitosas consecuencias que suelen acompañar al ejercicio de la impasibilidad cuando se abusa de esta hasta convertirla en eje central de la gestión pública, especialmente en la resolución de conflictos. A resultas de tan discutible estrategia, apenas se ha hecho nada para evitar que el independentismo haya ido construyendo una realidad paralela, sin escrúpulos ni miramiento alguno, utilizando ingentes cantidades de dinero público y aprovechando el impacto de la crisis económica para alimentar la fábula de que fuera de España los catalanes serían más prósperos y libres. Y a la vista de lo ocurrido el 1 de octubre, hay que reconocer que la operación se ha saldado con un notable éxito.

El 1-0 toda España se levantó expectante y se acostó abatida. Salvo los secesionistas. Los que en apenas tres años han destruido la convivencia en Cataluña; los que han tenido la desvergüenza de utilizar a muchos ciudadanos de buena fe como escudos humanos para perpetrar el mayor fraude político que se recuerda desde que recuperamos la democracia; los que ordenaron a los Mossos d’Esquadra desobedecer a la Justicia y convirtieron una supuesta consulta en un gigantesco plató preparado para mayor gloria del periodismo-espectáculo; esos mismos, ganaban por goleada la batalla de la comunicación.

España se levantó el domingo expectante y se acostó en estado de shock. Y ahí sigue. Sin saber muy bien qué ha pasado. Sin entender cómo la ideología más retrógrada de la historia de la humanidad, el nacionalismo, esté a punto de salirse con la suya. Porque esa es la sensación general que hoy tenemos la mayoría de los españoles: que el antinatural connubio formado, entre otros, por lo más oscuro de las élites extractivas catalanas y el anticapitalismo más rancio, ha ganado esta batalla. Y lo que más duele, lo que en mayor medida contribuye al general desconcierto, no es el envalentonamiento del que hacen gala los golpistas, sino la falta de respuesta adecuada de los demócratas, empezando por el Gobierno de la nación.

España se levantó el domingo expectante y se acostó en estado de shock. Y ahí sigue. Sin entender cómo la ideología más retrógrada de la historia de la humanidad, el nacionalismo, esté a punto de salirse con la suya

Mariano Rajoy es el presidente legítimo de un Gobierno con un respaldo próximo a los 8 millones de votos. Carles Puigdemont fue elegido a dedo por Artur Mas y el núcleo duro del pujolismo, y antes de ser nombrado hubo de pasar por el examen de la CUP. Sin embargo, hoy, para muchos catalanes y una porción no desdeñable del resto de españoles, el demócrata es Puigdemont. ¿Qué ha fallado? El relato; la ausencia de pensamiento; la incapacidad del Gobierno para construir una réplica contundente y atractiva. Ha fallado la política. Porque la política no se hace en el laboratorio de la jurisprudencia, ni es solo una aseada, incluso reluciente, cuenta de resultados. Tampoco es cálculo electoral. La política es pedagogía, es comunicación, son luces largas. Todo lo que le ha faltado al equipo en cuyas manos Rajoy ha dejado la conducción de los grandes asuntos del país, compuesto por brillantes funcionarios del Estado y pésimos intérpretes de la realidad.

Atravesamos la que sin duda es la crisis institucional más grave de la joven democracia española. Frente a la ignominia de los que han destruido la convivencia en Cataluña y han provocado niveles desconocidos de desprecio hacia todo lo español, los demócratas debemos seguir confiando en la sensatez, la razón y la ley. Pero también tenemos, no ya el derecho, sino la obligación, de exigir un gobierno capaz de dar respuesta firme a la gravísima situación creada. También exigimos que la clase política renuncie en esta compleja coyuntura a cualquier tentación electoralista. En este sentido, nos parecen de todo punto irresponsables algunas voces que insisten en la conveniencia de presentar una moción de censura para echar al PP del poder. La izquierda constitucionalista no puede prestarse a participar en ninguna operación que debilite aún más al Estado frente al independentismo.

Pero eso no significa que no sea necesario abordar profundos cambios. Cambios en clave de país. Y con la máxima urgencia. Ha llegado el momento de levantar una vez más la cabeza, de demostrar al mundo que somos una gran nación. Hay que reaccionar. Es absolutamente imprescindible restablecer la legalidad en Cataluña y poner en marcha un plan que devuelva cuanto antes la esperanza a millones de catalanes que quieren seguir siendo españoles. Y es llegada la hora en la que nuestros dirigentes políticos han de demostrar si merecen tal nombre.

Consideramos inexcusable la formación de un gobierno de concentración nacional con amplio respaldo parlamentario, presidido por un hombre o una mujer de consenso

La mala noticia es que de esta crisis no se sale con los mismos caballos tirando del mismo carro. En nuestra opinión, nunca se había dado una situación tan grave y excepcional como esta. Y, por tanto, excepcionales deben ser las soluciones. En este sentido, consideramos inexcusable la formación de un gobierno de concentración nacional con amplio respaldo parlamentario, presidido por un hombre o una mujer de consenso. Un gobierno que restablezca de inmediato la legalidad en Cataluña, pero además tome decididamente la iniciativa a partir de la elaboración de un proyecto político renovado, capaz de ilusionar al conjunto de los españoles; un gobierno que se atreva sin complejos a plantear una actualización constitucional que desmonte las coartadas del nacionalismo; un gobierno con gran capacidad de interlocución y que haga POLÍTICA con mayúsculas.

Por último, entendemos que debe ser el Jefe del Estado quien en primer lugar promueva esta nueva oportunidad que los políticos le deben a los españoles. Felipe VI es un hombre de su tiempo y sabemos que es plenamente consciente de lo que nos estamos jugando. Y de que él también se la juega. Hoy, son muchos los ciudadanos que esperan que el Rey actúe conforme al papel que la Constitución le asigna. Hasta el 1-0 la prudencia era la primera obligación del monarca. Pero después de esa fecha, ya no es posible plantear ningún enroque.

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