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Opinión

Gil Robles, ejemplo para una investidura

El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, sale del Congreso de los Diputados horas antes de una nueva reunión con el PSOE

"La Historia no es, al cabo, sino una gran curva aérea, que a través del presente, instantáneo y pasajero, salta del remoto ayer hasta el mañana misterioso (…) ¡ay si los hombres públicos meditaran sobre la Historia!". Este lamento es de Claudio Sánchez Albornoz, uno de los grandes historiadores del siglo XX y político durante la II República. Y aunque quizá considerara el conocimiento de la Historia con cierto idealismo, propio de quien ha vivido para alcanzarlo, no le falta razón.

Rebuscar en archivos, libros y hemerotecas otorga cierta perspectiva, sobre todo cuando uno se acerca al pasado que se embosca en los legajos, no como investigador, sino como coetáneo de sí mismo, reconociendo a la Historia como intermediaria para entender el tiempo propio, desbrozándola de memorias a medias e interesadas. Con ese ánimo, pueden encontrarse en el Diario de Sesiones del Congreso algunos episodios ilustrativos, como el que ofrece la sesión del 19 de diciembre de 1933, en concreto, la intervención del líder de la derecha José María Gil Robles.

Durante esos días tenía lugar en el Hemiciclo  el debate para formar un nuevo Gobierno. La derecha, agrupada en torno a la CEDA de Gil Robles, había ganado las elecciones, pero el líder cedista había renunciado a presidir el Consejo de Ministros, "por miedo a nosotros mismos". Creía que su "espíritu no se halla aún preparado", algo que ni por error han pensado Sánchez o Iglesias, convencidos Prometeos que vienen a refundar los tiempos, con perspectiva de género, naturalmente. Temía el político una reacción virulenta si alcanzaban el poder sin haber "tenido tiempo para que desapareciera completamente de nuestro corazón cualquier deseo de revancha o de venganza". Alejandro Lerroux, del Partido Radical, encabezaría el Consejo y Gil Robles tuvo entonces que exponer ante la Cámara la posición de su partido. Es en esta intervención en la que encontramos algunas frases de gran interés para el lío de la investidura en el que Sánchez quiere involucrar a los españoles, usándonos como pinches de cocina para saciar sus apetitos de poder. 

El presidente en funciones planteó a Podemos un gobierno de una especie desconocida hasta la fecha: gobierno de cooperación. Iglesias insistió en que no, que de coalición. Y en el fondo, ambos, heridos de solipsismo, olvidaron lo más importante para formar un Gobierno tan variopinto como el que parece perfilarse en el horizonte: la colaboración, que "no se presta -dijo Robles- solamente con una adhesión servil al triunfador", sino que se hace para cumplir con la "finalidad primordial" del poder público: "la realización de los grandes fines colectivos".

Cooperación y decapitación

La altura de aquel político hoy no sólo no existe, sino que además es imposible. Que Sánchez insista en el acuerdo, rechazando incluso los votos gratuitos de Podemos para la investidura, desvela que su cooperación quiere ser decapitación; que Iglesias haga lo propio con la coalición, revela que aspira a ser sucesión. Lo que el líder cedista supo ver claro en su día -que las legítimas ambiciones no pueden costearse a expensas de los ciudadanos- hoy está enterrado bajo la miopía que señorea en las cabezas de la izquierda.

Como si le hablara a Iglesias directamente, continúa Robles: "No sentimos la tentación de pretender imponerle un programa político [al Gobierno]. Ni él dignamente lo aceptaría ni nosotros discretamente podríamos pedírselo". Lo malo de los temores de Sánchez es que son reales. Podemos en el Consejo de Ministros crearía, entre otras cosas, un Gobierno bifronte, una trapería de políticas y libertades.

La política ya habrá fracasado y el préstamo de confianza en que se basa la democracia se habrá quebrado, otra vez

Como si tuviera a Sánchez delante, dijo el político: "Lo que debemos hacer es pedirle al Gobierno que recoja el resultado de las elecciones, que vea cuál ha sido la voluntad del cuerpo electoral". El aspirante socialista, si pretendiera algo más que satisfacer su narcisismo, debería seguir el consejo de Robles. Como líder político tiene una obligación que no se resuelve con colectivos sociales reunidos al peso, ni mucho menos con declaraciones de Carmen Calvo, "porque en una democracia, el resultado de la voluntad del pueblo obliga". No habrá investidura posible si sus protagonistas no asumen lo que Gil Robles dijo: que, sin mayorías, no hay máximos; que, sin mayorías, hay que interpretar la voluntad de la sociedad y que con mayorías o sin ellas, los responsables públicos están obligados por esa misma voluntad. 

Igual que los votos del PSOE no son suficientes, tampoco lo eran los de Lerroux. Por eso Robles ofrecía los suyos "en la medida que los desee, con plena dignidad por nuestra parte y por la suya, sin regateos de ninguna especie". ¡Sin regateos dijo!, sin convertir la gobernabilidad en un mercadillo de dos por uno y evitar así unas nuevas elecciones. Qué hubiera pasado si entonces se hubieran convocado, es difícil saberlo. Si se celebraran hoy, parece más o menos claro que no ofrecerán, a vista de encuesta, un resultado muy distinto. Habría movimiento de voto, pero la gobernabilidad quedaría en una situación parecida. Así, lo que no se haga en septiembre, se tendrá que hacer después, pero con una diferencia fundamental: la política ya habrá fracasado y el préstamo de confianza en que se basa la democracia se habría quebrado, otra vez. Qué lejanas quedarían entonces las palabras de Robles: "Cumpliendo con nuestro deber, cuando nos busquéis, allí nos encontraréis. Nada más" Y nada menos. 

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