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Opinión

Por el amor a una avutarda

Oficinas de la Administración General del Estado.

No hace mucho, en un documento publicado en EsadeEcPol, y a efectos de mejorar la inversión financiada por fondos europeos, proponía una serie de reformas en la Administración Pública que facilitara la gestión de dichos fondos. Aunque el documento se centraba en esta cuestión en particular, no cabe duda de que los defectos en la gestión pública responden a problemas estructurales, por lo que la escasa certificación de fondos es simplemente una muestra más de muchos otros síntomas de esta enfermedad.

A tenor de estos problemas estructurales, muchos hablan de una Administración de los asuntos de los ciudadanos anclada en el pasado, con incentivos no alineados, estructuras de personal mal acomodadas a las necesidades y con incapacidad de dar respuesta ágil y rápida a las necesidades urgentes. Aunque no se pueden negar estos diagnósticos, creo que la mayoría acertados, sí existen ciertas cuestiones de muy compleja solución que van más allá de esta visión tradicional.

Este principio se traduce en una inflación de informes, los preceptivos a los que sumamos los necesarios para asegurar que lo que el alto cargo firma no vaya a acabar en algún expediente judicial

La regulación que guía la gestión de los procedimientos administrativos permite una flexibilidad que, en muchas ocasiones, da entrada a usos bien arraigados en la Administración. Debo decir que parte de estos usos ayudan a gestionar más eficientemente. Buscan soluciones a problemas de forma inmediata. Sin embargo, en el lado contrario, no debemos despreciar que otros usos generan esclerosis en la actuación pública. Por concretar, en el día a día de la gestión se toman decisiones alimentadas por algunos principios rectores de funcionamiento que terminan por ser extremadamente determinantes. Uno de ellos, y que es el que me atrevo a destacar en esta columna de hoy, es el que llamo principio de incertidumbre.

El principio de incertidumbre se materializa en un nocivo exceso de precaución del empleado público. Si de algo se empacha la digestión procedimental diaria de las administraciones es con la precaución. Y es que el principio de incertidumbre nace de un pasado que pesa demasiado. Muchos casos importantes y sonoros de corrupción hacen que en la Administración se nade y se guarde la ropa. En lo práctico, este principio se traduce en una inflación de informes, los preceptivos a los que sumamos los que sean necesarios para asegurar que lo que el alto cargo firma a propuesta de su equipo no vaya a acabar en algún expediente judicial. A esto sume las consecuencias derivadas de la complejidad de ciertos actos administrativos y la “moda” de interponer denuncias por cualquier decisión política que se tome aun estando conforme a derecho. Sume todo e imagine la tensión que esto supone para un departamento cualquiera de la administración y sus altos funcionaros, en especial cuando la decisión política puede ser de encaje complejo.

Dicho esto, ¿saben qué es una avutarda?

Pues según la enciclopedia online Wikipedia, la “avutarda común (otis tardai) es una especie de ave otidiforme de la familia otidae, el único miembro del género Otis, que da nombre a la familia”. Continúa la entrada de Wikipedia con la información de su distribución, de tal modo que esta ave se “distribuye por Europa (península Ibérica y Europa central) y a través de Asia hasta China, además del norte de África. La mayoría de las poblaciones europeas son sedentarias, pero la mayoría de las asiáticas migran al sur de Asia para pasar el invierno”. Así pues, esta preciosa y altiva ave suele anidar en España y particularmente en amplias zonas de la meseta norte de la península, así como en zonas concretas del sur. Es un ave protegida, como no cabe duda debe ser y debemos defender. Pero si la traigo a este texto no es para exponer las restricciones que impone esta ave para el desarrollo de la actividad económica en ciertas zonas de la geografía española, sino porque representa un ejemplo claro de cómo el principio de precaución se ha apoderado de la actividad de la administración, coartando su potencial servicio.

La avutarda nos ofreció numerosas tardes de gloria en no pocas reuniones con empresas. Para dar vía libre a ciertas inversiones había que esquivar a la preciosa ave. Para ello eran necesarios informes de funcionarios que alertaban, o no, de la posibilidad -sí, digo posibilidad- de que en ese lugar hubiera una sola avutarda anidando. También sería necesario solicitar informes científicos-académicos que nos informaran sobre si colocar un panel solar a 200 metros del lugar podría afectar a su importantísima tarea del cortejo así como a su capacidad de poner y criar huevos de los que saldrían achuchables futuras avutardas y que en un futuro, por lo del ciclo de la vida, tuvieran el digno capricho de aterrizar, de nuevo, en nuestra tierra. Porque claro, todos conocemos los millares de experimentos que se han hecho para conocer el efecto de un panel solar en la cría de la avutarda.

Pero como nadie podía asegurar nada, y ante la posibilidad de una futurible denuncia de algún grupo de defensores de estas y otras aves por una posible afectación de un posible hábitat de un ave que posiblemente no anidara en esos lares, o bien terminaba denegándose los permisos necesarios, o bien se proponían alternativas o bien se pedían nuevos informes que permitieran salir de la duda. Informes que no eran preceptivos por ninguna norma o reglamento, a pesar de que se estaba “obligado” bajo el criterio de la precaución y de la futura exención de responsabilidades. Añadan a esto el dilema de que, por supuesto, y de nuevo ante posibles amenazas futuras, solo un profesor/profesora chiflado/a estaría dispuesto a firmar un informe que negara la posibilidad de afectación. Los incentivos eran, en general, a decir no. Así uno se ahorraba de sorpresas futuras. Consecuencias: la inacción.

Inflación de informes

Este ejemplo, extiéndanlo. Los hay a millares y refleja cómo hoy la Administración está absolutamente incapacitada de actuar con celeridad por una mezcla de reglamentos, requisitos y sobre todo desconfianza, algo muy arraigado a la cultura española, tal y como señalaba Miguel Otero en esta estupenda columna hace poco más de una semana. Una desconfianza que se traslada al ciudadano y reverbera dentro de la propia administración provocando una inflación de certificados, informes, papeles por duplicado o triplicado, dobles y triples auditorías y de reiteradas visitas a una ventanilla. Todo esto hace de la Administración un ente excesivamente complejo de mover y gestionar.

Aderecen lo anterior con una ley de contratos intratable, que pocos quieren exprimir por su costosa barrera de entrada o porque simplemente es complicado salirse de lo “que siempre se ha hecho”, de tal modo que dos terceras partes de ella permanece casi virgen porque “supone un trabajo enorme ponerla en práctica”.

En vez de estudiar la ley en cuestión, de entender distintas opciones y saber actuar en función de la necesidad, aquel curso se parecía más a una terapia de grupo que a un seminario

Sobre esta última cuestión, y para que se hagan una idea, les comento otra anécdota que dejaba caer el otro día en una entrevista en la radio. En una ocasión asistí a un curso sobre la Ley de Contratos del Sector Público. Era necesario conocerla para saber cómo aprovecharla. Y entendí que los altos cargos podríamos ayudar mucho en la toma de decisiones si éramos capaces de tener criterio propio con la Ley, ya que el funcionario encargado de “explotarla” lógicamente sesgaría siempre sus decisiones hacia su legítima zona de confort. Pero no solo acudíamos altos cargos, también hubo altos funcionarios, jefes de servicio y otros damnificados de la ley. Pues bien, en vez de estudiar la misma, de entender opciones y saber actuar en función de la necesidad, aquel curso se parecía más a una terapia de grupo que a un seminario. Allí se habló de los costes de su aplicación, de lo ignoto de gran parte de la misma y de la dosis de paciencia necesaria para quienes la ponían en práctica. Y al final terminábamos ofreciendo el hombro a aquellos que parecían desarrollar estrés post-traumático por haber estado en contacto con semejante norma.

Cambiar dos o tres leyes

A todo lo anterior, sumen grupos de presión que tratan de deslizar responsabilidades a otros niveles. Añadan pesos pesados del inmovilismo. Cargos capaces de pasar años derivando responsabilidades (firmas) hacia funcionarios u otros compañeros. Con todo ello, ¿cómo piensan que la Administración podría resolver los problemas más inmediatos surgidos por una crisis tan intensa?

Por ello, la solución no es simple. No va solo de cambiar dos o tres leyes. Va de cambiar la cultura en la administración, de alinear incentivos con responsabilidades, de trasladar costes de judicializaciones innecesarias a quienes abusan de ellas, de potenciar lo contencioso frente a la judicialización indiscriminada de las decisiones políticas. No va solo de racionalizar estructuras de mando y profesionalizar a los altos cargos (que también), va de cubrir con seguridad legal breves espacios de interpretación de la norma y de la gestión meramente administrativa. Va de dar seguridad al funcionario. Va de que este último esté más preocupado en solucionar un problema a un ciudadano o empresa que evitarse uno propio o soportar ajenos.

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