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Opinión

Fuese... ¿y no hubo nada?

Pedro Sánchez en La Moncloa
Pedro Sánchez en La Moncloa EFE

Termina Cervantes su famoso poema Al túmulo del Rey Felipe II en Sevilla con un estrambote: “Y el que dijere lo contrario, miente. Y luego, incontinente, caló el chapeo, requirió la espada miró al soslayo, fuese y no hubo nada". Y el caso es que este poema me ha venido a la mente tras los cinco días de espera estrambóticos para escuchar esa decisión del presidente sobre el destino de su vida tras una carta lacrimógena sobre lo mal que lo ha pasado por los ataques a su esposa, a la que tanto quiere.

Fuese, y no hubo nada, porque dijo que seguirá, “con más fuerza si cabe”, eso sí, tras una teatral puesta en escena que hacía pensar que iba a dimitir, seguida por una extraña visita a la Zarzuela (como si fuera a comunicar algo definitivo) y una pausa dramática justo antes de comunicar su decisión, casi igual que en esos reality shows en los que se dice “y en esta gala abandonará la casa……” (redoble de tambores) y tras unos segundos tensos cae el nombre del expulsado. Pero aquí el planteamiento y el nudo eran correctos pero el desenlace dejó mucho que desear, como en estas películas posmodernas –piensen en la reciente “Anatomía de una caída”- en las que al final no sabe uno a qué carta quedarse ni qué ha pasado realmente. Me recuerda, por hacer un apunte clásico, a la fábula de Esopo El parto de los montes en la que se cuenta cómo los montes dan terribles signos de estar a punto de dar a luz, aterrorizando a todo el mundo, para finalmente parir un ratón pequeñito.

Por lo cierto es que nuestro sesgo natural es otro: pensar que hay un pensamiento estratégico profundo. El presidente Sánchez ha sido el primero en muchas cosas: el volver a su partido después de ser defenestrado y anular totalmente sus controles internos; en ganar una moción de censura diciendo que convocaría elecciones y aquí estamos; en suspender el parlamento durante la pandemia, en convocar elecciones en la canícula para recuperar las penosas expectativas tras las autonómicas, en decir una cosa y la contraria al poco tiempo; otorgar una amnistía para conseguir siete votos y tantas otras cosas más. Lo malo es que esas cosas por ser nuevas no son necesariamente buenas: lo que ha ocurrido es que ha despreciado ciertas conductas democráticas no escritas para explotar la literalidad de las escritas hasta el paroxismo en cuanto sirvieran para “hacer de la necesidad virtud”, entendiendo por virtud simplemente mantener el poder como sea. Pero hay que reconocer que ha instaurado una nueva forma de hacer política.

Una carta que empieza diciendo “No suele ser habitual” no invita a suponer que sesudos lingüistas han estado elaborando una hábil filípica para producir sutiles efectos políticos

Por eso, lo normal sería entender que esta es una jugada maestra con algún objetivo que quizá no podemos ni imaginar. No es normal enviar directamente al ciudadano, como si no hubiera instancias intermedias, una carta llena de emociones en la que se queja de que le están haciendo a él exactamente lo mismo que él y su partido han hecho a otros hace pocos días. Eso tiene que tener algún fin, pensamos. Pero no nos olvidemos las teorías de las navajas: la navaja de Ockham, que dice que la explicación más simple suele ser más probable; o la de Hanlon, que invita a no atribuir a las malas intenciones lo que es simplemente torpeza. Porque, realmente, una carta que empieza diciendo “No suele ser habitual” no invita a suponer que sesudos lingüistas han estado elaborando una hábil filípica para producir sutiles efectos políticos. Si, además, como se insinúa, es cosa sólo del presidente que no se lo había comunicado a su equipo (y dicen que ni siquiera a su esposa), para tenerles en vilo unos días, cabría entender que no hay conspiración sino simplemente la irritación y hartazgo de una personalidad complicada, que se ve cada vez más acorralada y con menos poder y ha querido hacer uno de sus típicos golpes de efecto para épater le bourgeois, habiendo conseguido el efecto contrario al poner en el escaparate internacional a su esposa, asustar a sus conmilitones y, para los que no le tienen devoción, confirmar en su idea de que lo único que le interesa es el poder, pues ni siquiera ha sido capaz de hacer una salida dramática triunfal.

Pero, independientemente de las razones profundas de este vodevil, que no podremos nunca conocer a ciencia cierta, lo que queda no es bueno: sí “hubo algo”. Queda, en primer lugar, un modo de actuación inédito en el que el presidente pone en jaque a todo un país saltándose las instituciones intermedias, como si esto fuera una república tropical; queda, una vez más, legitimada la falta de rendición de cuentas de un presidente que no considera adecuado dar explicación alguna, aunque sea una negativa airada, de esas noticias periodísticas que involucran a su esposa, por mucho que la denuncia sea de recortes de prensa y la denunciante, una conocida alborotadora que no está precisamente luchando por el Estado de derecho; queda fijada como pauta de conducta la disonancia política cognitiva, en la que se convierte en costumbre que no se nos caigan los anillos por acusar de lawfare al contrario cuando uno mismo ha estado atacándolos e incluso usando presuntamente las instituciones para recabar información que luego usará en el parlamento y en los medios.

Dinámica de groupies

Pero lo peor de todo es esa dinámica amigo-enemigo que profundiza en una polarización que parece justificar en nuestra actuación lo mismo que hacemos a los otros, esa conducta similar a la del maltratador que ve la paja en el ojo del otro, pero no la viga en el propio, en la seguridad de que mucha gente se lo va a admitir porque está sumida en una dinámica de groupies a la que lo único que importa es asegurar la fidelidad de los nuestros.

Y la coda: el problema que queda abierto (y entonces aquí sí habría algo deliberado), es si la escenificación dramática de lawfare que ha realizado el presidente no pueda tener por objetivo algo muy concreto: asumir lo que él entiende por “regeneración democrática” pero que en realidad es “colonizar las instituciones”, creando el ambiente político necesario para limitar la libertad de expresión o para reformar la LOPJ –a la vista del fracaso de la mediación con Reynders- con el objeto de poder nombrar a los miembros del CGPJ por mayoría simple y así controlar finalmente los dos únicos contrapesos que se le resisten y que, directamente, han sido insertados en la fachosfera. Esto sí me preocuparía. Y mucho.

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