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Opinión

El fruto de la sociedad subsidiada

Isabel Celaá, ministra de Educación.

Maniatados por un confinamiento que permite al Gobierno recortar derechos y tirar de Decreto-Ley a su gusto casi sin oposición, nadie ha reparado en la importancia de un anuncio hecho esta semana según el cual el Ejecutivo se dispone a cambiar el sistema de adjudicación de las becas universitarias eliminando cualquier requisito de excelencia académica para acceder a las mismas. Según lo sabido, las becas, cuyo presupuesto se eleva en un 22%, ¡será por dinero!, sólo dependerán de la renta y no estarán sujetas al mérito y al esfuerzo del alumno. La exigencia para disfrutar de la cuantía completa en el primer curso se rebajará de un 6,5 a un 5 pelado. Becas entendidas como subsidios al fracaso escolar. Becas para todos. En una semana agitada, en la que hemos asistido a esa explosión de amoralidad política e irracionalidad económica que ha sido el pacto firmado por la coalición gobernante con EH Bildu para la reforma laboral, el Gobierno de Pedro & Pablo sigue avanzando en todos los frentes, empeñado en una operación de ingeniería social destinada a dar una vuelta completa al modelo de sociedad y convertir este país en una granja de analfabetos empobrecidos y alienados dependientes de la caridad del Estado.

En 2013, el ministro Wert fijó en un 6,5 la nota exigida en el primer curso para poder acceder a las ayudas y en un 5,5 para disfrutar de la matrícula gratuita. También instauró un sistema que dividía la beca en una parte fija y otra variable, de modo que el alumno podía recibir más dinero de acuerdo con su nivel de renta y la calidad de sus calificaciones. Tanta exigencia debió parecer un exceso a ese socialdemócrata acomplejado apellidado Rajoy, de modo que en 2018 Íñigo Méndez de Vigo redujo del 5,5 al 5 la nota exigida para disponer de matrícula universitaria gratuita el primer año, aunque mantuvo en un 6,5 el requisito para recibir la cuantía económica. Ahora llegan Pedro & Pablo con las rebajas, dispuestos a usar la educación como alfombrilla sobre la que aterrizar su modelo de sociedad de titulados todos con derecho al seguro de desempleo.  

La “beca” ha sido siempre un término asociado al reconocimiento del mérito y un mecanismo que permitía a los alumnos inteligentes y con menos recursos económicos salir adelante mediante el esfuerzo personal. Todo quedó arrasado con la llegada en los ochenta de las nuevas pedagogías y, sobre todo, con la obsesión igualitaria que está en la base de la ideología socialista: la de equiparar a todos los alumnos no en la excelencia sino en la mediocridad, mediante una pretendida “democratización de la enseñanza” que no ha conseguido sino convertir la educación pública en un recinto de presencia obligatoria para los estudiantes, arramblando con cualquier exigencia de disciplina académica y, naturalmente, de mérito. Con el paso de los años, esta aberración ideológica se ha terminado trasladando también a la financiación de los sistemas educativo y universitario y, en concreto, a la política de becas.

Los fines más loables de un buen sistema de becas –promocionar a los estudiantes con menos recursos, recompensando el esfuerzo y mejorando la calidad de la enseñanza- han desaparecido

Los destrozos causados por la pretensión socialista de manipular la educación con fines ideológicos son cuantiosos y se concretan en estudios sectoriales como el informe Pisa. Lo que debería ser una fórmula para recompensar el esfuerzo de los mejores estudiantes y hacer posible el “ascensor social” de los pobres, se ha convertido, por culpa de esa obsesión igualitaria, en un sistema que premia e incentiva la mediocridad y/o en una mera ayuda social a familias con niveles bajos de renta, un subsidio de renta fija desconectado por completo de cualquier excelencia académica. Los fines más loables de un buen sistema de becas –promocionar a los estudiantes con menos recursos, recompensando el esfuerzo y mejorando la calidad de la enseñanza- han desaparecido. 

El sistema tiene unos costes familiares importantes, por cuanto frustra la posibilidad de aflorar el talento y hacer posible el ascenso por la escalera social a los hijos de las familias menos favorecidas, razón por la cual los niños de los prebostes socialistas estudian como norma en los colegios privados más caros (será cosa digna de ver a los hijos del marqués de Galapagar matriculados en ICADE dentro de unos años), pero tiene, además, unos costes sociales que un país con unas cuentas públicas tan deficitarias como el nuestro no debería permitirse. No tiene sentido que alumnos que se “estabulan” en la universidad durante años, muchos más de los necesarios para completar una carrera, y que van aprobando asignaturas con “suficientes” raspados, gocen de estudios gratuitos cuyo coste sufragan religiosamente los contribuyentes. Un estudio realizado hace años por la Fundación de Estudios de Economía Aplicada cifraba en 3.300 millones el coste anual del fracaso en la universidad española, una cifra que sin duda se queda muy corta.

Nada parece importar a los apóstoles del igualitarismo social comunista, que se disponen a completar la macabra tarea de la covid-19 con el aprobado general este curso (“la promoción será la regla general y la repetición la excepción”, Celaá dixit), empeñados en la construcción de esa sociedad subvencionada, masa de adictos dependiente de las ayudas del Estado y dispuesta a votarles cada cuatro años con independencia de su desempeño económico. Por la vía estrecha de esa “sociedad de mantenidos” circula la idea de la Renta Mínima Vital (RMV) que el Gobierno quiere empezar a pagar en junio, con un coste muy superior a los 3.000 millones anunciados, renta que Pablo Iglesias se encargará de convertir en subsidio permanente por encima de la innegable necesidad actual de ayudar con urgencia a los más golpeados por la crisis sanitaria. Como días atrás escribía aquí José Luis Feito, “ese ingreso mínimo permanente, además de elevar el gasto público y la presión fiscal latente, erosionará la creación de empleo y el vigor de la recuperación. La renta básica desencadenará en muchos individuos la tentación de vivir de las ayudas, reducirá la oferta de trabajo y el potencial de crecimiento, al tiempo que ensanchará la economía sumergida y mermará los ingresos públicos”.

Camino de la bancarrota

Los copresidentes ignoran cualquier advertencia sobre los riesgos de tanto derroche. Este martes, el BOE publicaba el reparto entre las comunidades autónomas de 100 millones destinados a la lucha contra la violencia de género en 2020. No hay semana en que no aparezca un grupo social o una causa más o menos loable favorecida con la lotería de los millones caídos del cielo. El Banco de España se ha encargado de recordar la dramática situación de las cuentas públicas, hoy peor que ayer pero menos que mañana, al anunciar que la deuda del conjunto de las Administraciones se situó en marzo en 1.224.243 millones, nuevo récord histórico, tras sumar 22.473 millones más en marzo respecto a febrero. El ratio de endeudamiento público sobre el PIB se eleva ya al 98,3%, y seguimos gastando. El Tesoro ha anunciado también esta semana la emisión de deuda nueva por importe de 130.000 millones, básicamente destinados a financiar una Seguridad Social en quiebra y atender el pago de las pensiones, además de renovar deuda vencida por importe de otros 168.000 millones. En total casi 300.000 millones.

Todas las condiciones parecen dadas para acabar de forma drástica con las mejores décadas que, en términos de convivencia y progreso, ha conocido España a lo largo de su historia

Cifras mareantes, capaces de provocar el pánico y llamar a la cordura en cualquier gobernante juicioso. Nada que hacer con Pedro & Pablo, aparentemente empeñados en arruinar un país que al término del año en curso experimentará una caída del PIB de entre el 11% y el 15%, un déficit que podría escalar hasta el 18%, una deuda pública del 120% y una tasa de paro aterradora (al servicio de la cual los copresidentes se han apresurado a pactar con Bildu la derogación de la reforma laboral); un país que tardará entre cuatro y seis años en volver a producir la riqueza que generó en 2019, y un país, sobre todo, mal pertrechado para embocar el futuro con un sector público gigantesco, un número de funcionarios que no deja de crecer, una población envejecida, una juventud echada a perder por culpa de un sistema educativo perverso (la riqueza de las naciones está en relación directa a la calidad de su capital humano); un país con crecientes capas de población dispuestas a vivir de la subvención y el cuento. Una sociedad que reniega del trabajo y aspira al todo me lo den gratis.   

Todas las condiciones parecen dadas para acabar de forma drástica con las mejores décadas que, en términos de convivencia y progreso, ha conocido España a lo largo de su historia. Y tal vez sea precisamente eso lo que persiga la coalición social comunista: el cuanto peor, mejor. Es obvio, empero, que no podrán salirse con la suya, porque lo contrario supondría desafiar la inteligencia, la lógica económica y hasta las leyes de la física. Ningún país ha aceptado nunca perder mansamente su bienestar y sus libertades. El horizonte, sin embargo, no puede ser más negro. En lugar de mostrar signos de desgaste, el sanchismo parece haber consolidado un porcentaje de voto de entre el 25% y el 30% del electorado, un suelo que permanece inamovible, como el cemento armado, indiferente a cualquier tipo de desafuero gubernamental. El país partido en dos bloques irreconciliables. Es el fruto de la sociedad subsidiada.

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