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Opinión

Davos, entre la comedia y la farsa

Klaus Schwab, presidente ejecutivo del Foro de Davos.

Acudí durante cinco años consecutivos al Foro Económico Mundial de Davos como corresponsal del diario El País, década de los ochenta, cuando el tinglado/negocio/feria montado en la elegante estación suiza de esquí por un tal Klaus Schwab, un alemán que arrastra fama de haber tenido tratos en su tierna infancia con las juventudes hitlerianas, no había alcanzado su mayoría de edad. Ya entonces desfilaban por la pasarela de su centro de congresos, un edificio anodino donde los haya, presidentes y primeros ministros, CEOs de multinacionales, altos ejecutivos, ONGs en demanda de subvenciones, buscavidas en procura de un empleo bien remunerado y periodistas por docenas. Y nunca entendí bien de qué iba aquel aquelarre, o pronto lo entendí demasiado bien: aquello era la hoguera de las vanidades de poderosos de este mundo dispuestos a tomarse un par de días de descanso en medio del anodino enero (Klosters y sus pistas de esquí están a tiro de piedra); una Babel de idiomas con una larga temática, de un milímetro de espesor, a tratar en plenario o seminarios, de la que uno salía con la cabeza caliente y los pies fríos; una feria para ricos, porque Davos es muy caro, celebrada en un pueblo alpino en el que resulta complicado caminar por la calle sin darse un trompazo por culpa del hielo, y del que uno estaba encantado de salir pitando en cuanto las luces de la fiesta se apagaban. Tren camino a Zúrich. Un sacadineros sin sentido. Un aquelarre global entre la comedia y la farsa. Quizá una estafa. 

Desde entonces, el negocio del doctor Schwab ha crecido tanto que el WEF (sus siglas en inglés) ha abierto oficinas en Pekín, Tokio y Nueva York, y todos los intentos por replicar el modelo han fracasado. Hasta el punto de que este año se espera la presencia en Davos de 53 jefes de Estado y de Gobierno de todo el mundo, con  Donald Trump y Emmanuel Macron a la cabeza, la canciller Merkel, los primeros ministros de Canadá, Japón e Italia, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, la del BCE, Christine Lagarde, la del Banco Mundial, Kristalina Georgieva, y un largo etcétera de líderes empresariales, banqueros de negocios, inversores de pecho leonado y predicadores con derecho a púlpito, entre los que destaca, ¡qué boda sin la tía Juana!, la activista sueca Greta Thunberg. Porque el leitmotiv de este año en Davos es, cómo no, el cambio climático, ya saben, los riesgos que afronta el planeta por culpa de la voracidad de ese feroz capitalismo condenado, cual nuevo y malvado Sísifo, a subir exhausto la piedra de los beneficios desaforados por la rampa del sufrimiento de los más pobres, ¡ay, la desigualdad!, el argumento trampa con el que el nuevo marxismo cinco estrellas gran lujo nos come el coco todos los días en este perro mundo.  

De modo que los presidentes de las grandes corporaciones, gente que puede embolsarse al año 10, 20 o 30 millones de euros entre sueldos, bonus, acciones y emociones, todas bien pagadas, acuden a Davos dispuestos a confesar sus pecados contra la madre Tierra, pedir perdón y bajarse las calzas hasta los tobillos para que Greta, estricta gobernanta, les aplique el correctivo que merecen por sus prácticas climáticas lúbricas con la regla del “me habéis robado mi infancia y mis sueños, ¿cómo osáis?”, que soltó la niña cetrina en la ONU, como las recias abuelas hacían antaño con la zapatilla sobre el culo del niño que acababa de cometer una travesura. Vienen piadosos, pero todos llegan a bordo de sus formidables aviones privados, reactores por docenas que quedan aparcados en las terminales de Zúrich y Duebendorf, aparatos que emiten CO2 a punta de pala, porque no se trata de subir a Davos en patinete, claro que no, suprema contradicción del gran teatro de marionetas que el doctor Schwab dice va a arreglar “financiando proyectos de reducción de emisiones”, que el caballero la tiene de cemento armado.

El camaleónico doctor Schwab ha ido girando el temario anual del Foro al sol de los nuevos mantras que impone el progresismo mundial"

Repuesta del viaje en catamarán a través del Atlántico, la niña Thunberg llega con energías renovadas dispuesta a poner a los ricos contra la pared de sus avionetas privadas. Este pasado viernes, y ya en tierra suiza, participó en una manifestación donde adelantó sus intenciones: "De modo que estamos en un nuevo año, hemos entrado en una nueva década, y de momento no hemos visto que se esté produciendo una verdadera acción climática y eso tiene que cambiar. A los líderes del mundo y a los que están en el poder, me gustaría decirles en Davos que todavía no han visto nada. ¡No habéis visto nada…!” Una advertencia que suena a amenaza más que a amable invitación para llegar a acuerdos sobre cómo arreglar los males del mundo. Porque de eso va Davos en los últimos tiempos. El camaleónico doctor Schwab ha ido girando el temario anual del Foro al sol de los nuevos mantras que impone el progresismo mundial, el ya comentado deterioro del clima, el descontrol del capital financiero, el poder de las grandes corporaciones, el aumento de la desigualdad, incluso el feminismo feroz, en definitiva, los males de ese atroz capitalismo que ha sido capaz de reducir la pobreza en las cuatro esquinas del planeta a niveles insospechados hace apenas unas décadas y al que hay que salvar de sí mismo, que es la tesis del último libro del Nobel Stiglitz (“Capitalismo progresista. La respuesta a la era del malestar”), editado por Taurus, uno de los grandes bufones de esa nueva religión mostrenca.

Rendir pleitesía a Sánchez

Y entonces, ¿a qué demonios van a Davos nuestros grandes banqueros y empresarios, por qué pierden su tiempo y su dinero –el de los accionistas- los Botín, Torres, Galán, Del Pino, Entrecanales, Imaz, Reynés y compañía? Solo hay una cosa que salva esa pasarela de vanidades que es Davos de su grotesca parafernalia, convirtiendo en potencialmente valioso el viaje para un alto ejecutivo: la posibilidad de reunirse en un par de días con colegas de bancos y empresas de todo el planeta en las cenas y encuentros privados que al atardecer tienen lugar en los lujosos hoteles del lugar, y a los que sería muy difícil, por no decir imposible, poder saludar agavillados. Ya de paso, muchos de nuestros capitanes de empresa acudirán a rendir pleitesía a ese maestro del universo que ahora nos preside apellidado Sánchez. Él y su estupendo inglés no podían faltar en cita tan señera, ocasión pintiparada para lucir tipito junto a Trump y Greta la triste, ofreciendo al universo mundo los frutos maduros de su descomunal talento de estadista. “Pedro Sánchez presenta la coalición con Podemos ante la élite del capitalismo mundial”, titulaba ayer un tal Carlos E. Cué en El País. El capitalismo mundial conteniendo la respiración. Desde el “atentos al próximo acontecimiento histórico que se producirá en nuestro planeta” de la ministra Pajín, devota feligresa de Zapatero, no existía tanta expectación en el mundo mundial. Difícil superar paletismo y pelotismo en semejante cuantía.

Muchos de nuestros capos irán obligados a la cita, pero otros lo harán gustosos, que Sánchez cuenta también con sus sacerdotes y sacerdotisas del gran dinero dispuestos/as a jugar el bonito juego del millonario progre ansioso de experimentar nuevas emociones saltando por los riscos helados de Groenlandia. Me cuentan que en Davos el sabio Sánchez de la tesis copiada se va a reunir con el multimillonario inversor George Soros, el hombre que para muchos está detrás de los planes de desestabilización de no pocos países, incluida la monarquía parlamentaria española, a quien ya recibió en Madrid y en secreto a poco de la moción de censura. Seguro que eso no sale en los telediarios de TVE, que seguro también nos bombardearán con las minucias del intrépido sobre la pista de hielo del Belvedere. Para esto ha quedado el Foro de Davos. Un resplandor de fuegos de artificio de dos días de enero, y un silencio sepulcral durante el resto del año. Mientras tanto, el doctor Schwab sigue haciendo caja. En la historia de la gran literatura, Davos ha quedado también como escenario de La montaña mágica, la epopeya de Thomas Mann que retrata el ocaso de una sociedad y una forma de vida que niega la realidad de su propia autodestrucción, los horrores de un siglo dispuesto a desangrarse por un odio del que al sanatorio para tuberculosos en las montañas apenas llegan ecos lejanos. Una sociedad a punto de zambullirse en el abismo. El mismo o parecido abismo al que ahora peligrosamente se asoma la España de nuestros días. 

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