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Opinión

La fiesta de la insignificancia

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, durante su intervención en el Tarraco Arena.

Esa mujer es toda voluntad, escribe Milan Kundera. Pasa las piernas por encima de la barandilla y se tira al vacío. Alguien la ha visto caer al agua e intenta rescatarla. La mujer lucha. Pelea para defender su propia muerte, hasta terminar ahogando a quien ha acudido en su ayuda. El infortunio de la escena se revela como un macabro chiste –el suicida vive, su rescatista muere-, ese bucle de ironía muy de Kundera y que encontró en La fiesta de la insignificancia (2014) una especie de broche a lo que había comenzado, años antes, con La Broma.

De pie ante el televisor, la imagen de la suicida de Kundera viene a mi mente, de golpe, al ver las la verbena independentista en Tarragona. Esa capea política, que no llega siquiera a bolsín. Un no sé qué de chirigota que sería tan sólo grotesco de no ser porque el animador mayor era el presidente de la Generalidad Catalana, Carles Puigdemont, acompañado en los coros por el vicepresidente del Gobierno catalán, Oriol Junqueras. Con canciones aniñadas, un estadio de la pre-razón o la pureza de la patria en una versión infantil, ambos jaleaban al público con soniquete de dónde están las papeletas -a que no me pillas, lero, lero- incluido. Más que humor y risotada, aquello sonaba a boutade y desprecio.

Kundera usó el humor para burlarse del comunismo. Para reivindicar muy ambiguamente, todo sea dicho, la disensión ante la URSS. La Primavera de Praga era un motivo y La broma un síntoma del absurdo. El gesto desfigurado, insisto, que adquiere la risa cuando ríe oscuramente. A la manera Ludvik Jahn, el estudiante protagonista de La broma, el llamado Prusés –sus actores nucleares y los satélites parasitarios- van de tropiezo en tropiezo, transformando su vida en un cúmulo de situaciones a cual más grotesca y risible. Algo parecido a quien, para defender su derecho a suicidarse, mata al que quiere vivir. Y aunque en aquella novela de Kundera la insignificancia no aludía directamente a lo mediocre, sí compartía con la verbena de Tarragona ese halo crepuscular. La parodia y la impostura de las cosas que se extinguen. De la manera más grotesca posible.

 

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