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Opinión

Savater y la pasión de vivir

Fernando Savater.

Está viejo. Y blanco. Y guapo, porque ha alcanzado la belleza de quienes ya lo han dicho casi todo varias veces y están por encima de las vanidades humanas: una cosa como Gandalf cuando reapareció todo blanco, hasta el caballo. Esta noche de marzo hemos invitado a cenar a Fernando Savater en el Club de los Iguales de Madrid. Y ha sido impresionante.

Ustedes quizá no sepan qué es el Club de los Iguales. Se lo explico en un minuto. Es un grupo de gente inteligente, variada y despierta que ahora mismo funciona en Vitoria, en Bilbao, en Barcelona, en Sevilla y en Madrid. Hay de todo: filósofos, catedráticos, juristas, científicos, ingenieros, estudiantes, artistas. Incluso periodistas. Nos reunimos una vez al mes e invitamos a cenar a alguien cuya presencia y conversación resulta interesante para todos los demás. Hay un orden de intervenciones: nadie interrumpe a nadie, nunca. Al invitado se le ametralla con preguntas (el pobre es el único que casi no cena) y siempre se respeta el acuerdo de publicar, si acaso, quién ha venido, pero no qué ha dicho. Yo estoy saltándome hoy, menos que a medias, ese compromiso, pero con la anuencia del convener del Club en Madrid, Javier Otaola: “Sé discreto”. Lo soy. Por ese foro han pasado, entre muchísimos más, Amelia Valcárcel, Ángel Gabilondo, Juan Eslava Galán, Juan Carlos Girauta, Javier Gomá, Juan Soto Ivars y Jesús Cacho. Fernando Savater es nada más que el último. Y uno de los más deslumbrantes. Hay tumulto para lograr sitio en la mesa.

Los políticos no deben prometer la felicidad sino trabajar para evitar la infelicidad, porque la felicidad es algo individual y la infelicidad es colectiva

Fernando es una de las muy escasas personas que dice lo que piensa pero después de pensarlo, no antes; esto contribuye a despistar a los pastores acostumbrados a clasificar ovejas no por su condición esencial, sino por alguna característica suelta, que generalmente da la idea de la elementalidad cerebral del clasificador. Así te tachan de rojo, de facha, de 'pepero' o 'sociata' o 'podemístico', de bético o de sevillista, de churra o de merina, o de lo que rayos sea, en función de algún balido suelto de la oveja, de dónde soltó la última cagarruta, de su prisa o lentitud a la hora de apriscarse cierto día en que el pastor miraba. Estos pastores, muy abundantes en los medios de comunicación a pesar de su más que evidente escasez neuronal, no pueden comprender que haya gente que no sea oveja. Y que digan lo que piensan –repito: después de pensarlo, no antes– sin preocuparse de que sus palabras gusten o dejen de gustar al pastor. Dice Fernando:

–Yo no creo que en los últimos años se haya multiplicado el número de tontos. La proporción será, seguramente, la misma que antes. Pero Internet, las redes sociales y los periódicos digitales han hecho que todos los tontos tengan un medio de hacerse escuchar, sea firmando artículos o comentándolos. Y se ha creado una especie de competición, de entusiasmo por mostrarse más tonto que el vecino. Es algo casi adolescente. Yo estoy convencido de que nadie le dice a otro de viva voz, en la calle, las barbaridades que luego pone en Internet. Andaríamos a palos por las esquinas. Pero ojo, hay que admitir que no son tan tontos: los verdaderos tontos ponen, al pie de su sandez, su nombre y su DNI. El hecho de refugiarse en el anonimato, en el sobrenombre, demuestra que no son tontos del todo: necesitan crear esa bruma entre lo público y lo privado para sobrevivir…

Explica Savater esa bruma post-juvenil con el ejemplo de quienes propagan, mantienen y dicen querer todo lo contrario a lo que de verdad quieren, o a su modo de vida, o a sus deseos. Hace una broma con quienes aseguran que el mejor de los mundos posibles es Venezuela, pero siguen aquí, con luz y agua y comida y libertad de expresión: llama a eso la “adolescencia perpetua”…

‘No hay más tontos que antes’, dice Savater, ‘pero Internet y las redes sociales han hecho que todos los tontos tengan un medio de hacerse escuchar’

Entre los Iguales se habla de muchísimas cosas y al invitado se le somete a un 'tercer grado' verdaderamente arduo, porque las preguntas llegan de todas partes y son muy diferentes: el pobre tiene que saltar de la sociología electoral a la historia, al anecdotario personal, a la filosofía, a la trascendencia, a la política o a lo que sea sin tiempo para respirar o cambiar el chip. Y debe provocar copiosos sudores ver cómo al menos la mitad de los comensales llevan un libro tuyo debidamente leído y subrayado. Como para acordarse de todo lo que has dicho…

No sorprende a nadie que el filósofo diga que eso de Vox es todo lo contrario de lo que él ha pensado siempre: ya lo sabíamos. Pero muchos nos ponemos a tomar notas en el papelito del menú cuando se habla de Cataluña, del diálogo y del consenso. Porque Fernando dice que el diálogo y el consenso son la Ley, que se hizo así, con diálogo, acuerdos y equilibrios; y que es un disparate proponer un diálogo saliéndose del marco de la Ley o fingiendo que la Ley no existe: ¡Si la Ley es precisamente el fruto del consenso! Quienes ignoran la Ley o la embisten, ¿qué clase de diálogo quieren?

Mucho tiene escrito Fernando sobre los conceptos de ciudadanía y democracia. Habla sobre esto, cuando le preguntan, como quien pasa por algo ya sabido, por un camino que no cría hierba. Ni los territorios ni las lenguas tienen derechos, dice, repite; los derechos son de los ciudadanos y de nadie más. Y los ciudadanos son todos distintos: piensa que la democracia consiste en que un ciudadano no tenga la obligación de parecerse a nadie –de nuevo las ovejas– sino de pensar por sí mismo y respetar la Ley. Y que en ningún caso puede llamarse democracia a la pretensión de establecer privilegios de unos territorios sobre otros, o de unos ciudadanos sobre otros en función del lugar en que vivan.

A lo largo de los últimos dos siglos, muy diversos líderes, partidos, reyes, dictadores y regímenes han engolosinado a los ciudadanos, sobre todo en épocas de penuria, prometiéndoles la felicidad. Una felicidad que no ha llegado nunca. ¿Por qué? Dice Savater que eso se basa en una mentira: los gobiernos o los políticos no deben prometer la felicidad sino trabajar para evitar la infelicidad. Porque la felicidad es algo individual, mientras que la infelicidad es colectiva.

La cena se alarga un poco más de lo debido (en el Club de los Iguales se “levantan manteles” a las once de la noche, esté el fuego como esté) y, solo al final, a Fernando se le escapa un gemido personal. Este hombre al que todos o casi todos hemos llamado héroe, o al menos valiente, y desde luego honesto y consecuente, solo a veces recupera la combatividad de sus mejores días. Lo ha pasado bien con nosotros y se le nota mucho, sonríe a boca llena. Pero ha llegado a la edad de las pérdidas, y la peor de todas es la de la ilusión: “Cuando te das cuenta de que ya no hay nada en el presente que te apasione, que mueva tu emoción, que despierte ilusiones nuevas… ¿De qué sirve vivir?”

Pero ya es tarde, nos hemos terminado el café y el convener da por cerrado el acto. Impone al filósofo el emblema del Club, un pin que representa una flor azul: el “nomeolvides” o myosotis. Lo llevaban los demócratas en la Alemania nazi para reconocerse entre ellos, para sonreírse por la calle y darse ánimos. Así lo recibe Fernando Savater. Y sonríe de nuevo. Yo trato de imaginar que al menos por un momento ha recuperado la pasión de vivir. Pero no lo sé.

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