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Opinión

La farsa y la desilusión

Sánchez y Rivera firman su fallido acuerdo de investidura en febrero de 2016.

Recuerdo alguna lectura sobre el 14 de abril del 31, más entusiasta que real, de esas que chirrían cuando se contrasta con el testimonio de los testigos neutrales, que hablaba de un país ilusionado con una forma de Estado que pondría cada cosa en su sitio. Todavía tengo en la memoria la foto de ese militar enarbolando la bandera tricolor, aupado sobre la masa, en el Madrid carnavalesco de Abril, repartiendo esperanzas en forma de banderola. Sí, ese mismo militar que fue fusilado en agosto de 1936 por los frentepopulistas acusado de levantarse contra la República. “No era esto, no era esto”, queda como epitafio del cambio idealista. Claro, nunca lo es.

El hundimiento suicida del PP, calculadamente vaticinado por la sorprendente avalancha de encuestas, debería generar una esperanza en la alternativa de gobierno. Ciudadanos, el partido que despuntó en 2015 con un llamamiento a la Regeneración, así, con mayúscula, como una fricativa dental sonora, era una opción ilusionante porque sonaba a punto final, a ajuste de cuentas con los corruptos y mentirosos.

Solo una palabra de Albert bastaba para sanar la democracia. Echaría a los fariseos del templo institucional con el látigo de la virtud, del deber ser. Únicamente faltaba dar a Ciudadanos el perfil adecuado para absorber, por ósmosis, los votos que fueran goteando del PP y del PSOE. Así, en el congreso del partido Madrid, la gente de Rivera metió en el cajón de los recuerdos, ahí donde no ven la luz las fotos con Libertas, la palabra “socialdemocracia”. Abrazaron el “liberalismo progresista”, dejaron gobernar al PP y al PSOE al tiempo que hacían oposición, pasearon telegenia y eslóganes por los medios, se equipararon a Suárez, Trudeau y Macron, y esperaron.

Rivera tiene una imagen y un discurso perfectos, de manual. Pero algo falla. Las encuestas, y eso que se hacen a favor de viento, no reflejan ninguna rendición emocional al líder de Ciudadanos

El tiempo, y la torpeza y el pasado del PP, jugaban a su favor. Las noticias escalonadas de los escándalos del partido de Rajoy, daban un brillo especial a las recriminaciones de Rivera. “Los españoles se merecen una explicación”, decía. La democracia solo puede gobernarse con virtud, sostenía, porque es la manera de unir al país en un proyecto común regenerado.

Imagen y discurso perfectos, de manual, de esos que se enseñan en clase. Pero algo falla. Las encuestas, y eso que se hacen a favor de viento, no reflejan esa victoria, ni esa rendición emocional al líder de Ciudadanos. Que los resultados más entusiastas otorguen a los albertinos no más de un cuarto de los votos, con un 20% de indecisos, y que traducido en escaños, según contaba Narciso Michavila, se traduzca en apenas 40 actas, es chocante en términos sociológicos.

El PSOE de Pedro Sánchez tampoco levanta pasiones. Un caudillismo extraparlamentario que no tiene un proyecto sólido, con más portavoces de los que debería, sin identidad, y una renovación truncada por Podemos, es incapaz de recoger el ansia de esperanza o de generar ilusión. La máxima aspiración de los socialistas, y es triste decirlo, es contar con el apoyo de los podemitas tras las elecciones locales y autonómicas de 2019.

El panorama es raro. El 76% de la población española, según el CIS, piensa que la situación política es “mala” o “muy mala”; el mismo porcentaje que asegura que 2019 seguirá “igual” o  “peor”. Ahí no acaba, porque para la gente el tercer problema de España son “los partidos, la política y los políticos”. Por eso, la valoración de los dirigentes que podrían formar gobierno o ser alternativa es tan baja. Algo falla cuando al decaimiento lógico de un partido que no rinde, de sinsabores y sonrojos, no le sucede la esperanza colectiva, no solo mediática, por otro.

Decepcionantes los socialistas, cuya máxima aspiración, y triste es decirlo, parece limitarse a contar con el apoyo de los podemitas tras las elecciones de 2019

Tocqueville, ese aristócrata que enseñó a la cainita Francia lo que era la democracia, se refería a la revolución de 1848 como “una tragedia indecente, representada por unos histriones”. Es curioso; pero escribió esa frase al tiempo que Marx mandaba a la imprenta un análisis del mismo periodo en el que sentenciaba que la historia universal se repetía “una vez como tragedia y otra vez como farsa”. No sé si un día algún filósofo sin nada que hacer escribirá sobre nuestros días, pero estoy seguro de que lo tendrá difícil para decidirse por una de esas dos visiones.

La farsa es el componente inevitable de la lucha política. Hoy lo llamaríamos “electoralismo en unos, y “demagogia” en otros. Sin embargo, la esperanza debe permanecer siempre, pues es el fundamento de cualquier régimen basado en el recambio periódico, reglado y democrático de los gobernantes. Cuando cunde el aburrimiento o la desafección, y la desilusión se masca, solo hace falta un leve temblor para que el castillo de naipes se caiga y haga falta repartir de nuevo las cartas.

 

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