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Opinión

Una falsa normalidad

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras firmar su preacuerdo de Gobierno.

Pasen y vean, tengan cuidado y no tropiecen, acomódense sin perder ripio del mayor espectáculo que ofrece la cartelera en vísperas del puente disipador. Al borde del coma crítico, adentrados en debates plagados de buenos deseos e ilusiones quizá sin fundamento, una mesa con cuatro patas, preludio de una incierta investidura. Lo nunca visto.

Y para ir desmenuzando la trama, una pregunta: ¿es falsa la aparente normalidad en la que vivimos? Aunque se siga manteniendo una cierta apariencia de lealtad al Estado, hay quien piensa que sí. Pero avanzar la métrica de cuántos se apuntan a esto resulta delicado porque la falsedad extiende sus raíces en múltiples direcciones.

Síntomas de ello: la apropiación indebida de la paz social (para que se entienda mejor, la amnistía); la insubordinación retadora que pone la ley contra las cuerdas (reiterada burla del Parlamento catalán al Constitucional); la erosión institucional activada sin airbag (trono, ocasionalmente vacante, por conveniencias gubernamentales) y un ilusionismo sentimental en forma de autoengaño, que se niega a aceptar la realidad y huye de ella como si se tratara de la peste.

¿Dialogar para qué? También en esto los impulsores de un básico ejercicio democrático aciertan con una simple coartada, como es hablar, a la que nadie en su sano juicio se puede negar. Qué duda cabe de que se puede discutir sin descalificaciones previas. Ya ha advertido un veterano: "Se puede hablar de todo, pero si se plantea la autodeterminación se acaba rápido, usted la pide, yo digo que no y pasamos a los postres”. Aunque siempre haya algún simple de ronda por el escenario, "como es un derrotado, se le puede sentar a hablar". Cuando el desengaño se alía con el desencanto y el diálogo entre gobiernos se esgrime como remedio para solucionar un problema, nos encontramos con una agenda dispar según el lado al que se mire.

Mientras para unos se trata de autodeterminación y amnistía; para otros, interesados fundamentalmente en el poder, se circunscribe a un choque sin remedio que se niegan a aceptar

¿De que se trata, de entablar un “diálogo sincero" que reconozca que estamos ante unconflicto político, como reclaman los defensores de la secesión, o asentar que Cataluña es una nación y España un país plurinacional, como patrocina el bujarinismo gradualista de los socialistas catalanes? En qué quedamos ¿desistimiento o apaciguamiento? Mientras para unos se trata de autodeterminación y amnistía; para otros, interesados fundamentalmente en el poder, se circunscribe a un choque sin remedio que se niegan a aceptar, lo que anticipa una detonación retardada.

Lo que no se puede dejar de lado es el conflicto moral que enlaza la falsa normalidad con conductas políticas que, como el síndrome metabólico, se van haciendo crónicas. Así, la corrupción sistémica, el clientelismo, la normalización de la desobediencia, la respuesta oblicua al futuro de las pensiones, la rutina de la mentira, el despilfarro que ha generado –y sigue generando– una deuda impagable y que acarrea la admonición del BCE, intimando a España para que no gaste lo que ahorra por reducción de intereses, sino que lo aplique a rebajar deuda.

La desacreditada unidad de España

La ‘revolución de las sonrisas’, que se tornó en fuego en las calles, no se ha quedado en una escueta maniobra endoscópica. Recorre la espina dorsal de ese 47% que no se resigna a aceptar la rendición que reclama el otro 53%, en base a la interesada premisa de la desacreditada unidad de España.

De vuelta a la falsa normalidad, ¿acaso hay que considerar normal el colapso de una frontera por la que transita exportación vital hacia otros países europeos? Quien no reconoce la anomalía, desconoce que la frontera es parte intrínseca de la soberanía de un Estado y quienes eligieron el emplazamiento del kilómetro cero de la protesta, sabían bien lo acertado de su apuesta.

¿Es este el momento de trasladar, a toda prisa, la Jefatura de Policía en Vía Layetana a la Zona Franca, trajinando el enclave por un centro memorial de la represión policial, o más bien se trata de una cesión más que pasa por arriar la bandera española del corazón de la ciudad? Al no ser una demanda ciudadana urgente, solo cabe atribuirlo a la iconoclastia endeble de una institución que ha sobresalido por sus prácticas unidireccionales.

¿Puede un partido, necesario, como Ciudadanos, mutilado tras renuncias sucesivas y en cumplimiento de sus propias reglas, esperar como ánima en pena durante cuatro meses, hasta dotarse de un nuevo liderazgo? Quienes permanecen a bordo conocen el aforismo según el cual “la naturaleza tiene horror al vacío”. Así, cuando las papeletas parecen inclinarse en la mejor dirección posible, es tiempo de pactos para tratar de ser útil a la sociedad a la que sirve y no de expiaciones correctivas ni cabriolas enigmáticas. 

Tras meses con el país en funciones, con bretes de cansancio, tiempo de espera a un futuro de nuevo incierto. Descartada -de antemano- la ética del sacrificio y la abnegación, incompatible con la salvación individual, ¿esperar a qué? ¿a que eche a andar la coalición y, en el inevitable noviciado posterior, comprobar si los artificios políticos serán capaces de indexar las pensiones? ¿Se impondrá, más bien, una benévola condescendencia con la marcha atrás? 

¿O consiste en amurriarse hasta que, en mesas sucesivas, con concurso de un relator, se ponga texto a la pregunta y fecha a la consulta, coronando así la larga marcha? Parece que no sea otro el inconmensurable deseo que anida en sus valedores. Entre el escepticismo inteligente y la desmovilización emocional, esta nueva cita con el problema mayor del Reino llega entreverada con un nuevo diálogo de sordos sin estación término, lo que hace irreal cualquier investidura.

Enervadas la reconciliación y la concordia por el peso de las desilusiones, se vuelve a activar una cavilación cínica en forma de amnesia general, lo que no deja de ser una chuchería capaz de endulzar esa extraña sensación de anonadamiento, azuzada por la sensación de derrumbe del orden establecido.

No me digan que lo de la falsa normalidad es una exageración.

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