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Opinión

Los excesos del #MeToo

Mujeres en una manifestación convocada por el Movimiento Feminista.

Hace hoy una semana que el músico mexicano Armando Vega-Gil se ató un alambre al cuello y se colgó de un árbol. Horas antes, una mujer, presuntamente, le había acusado en Twitter de haberla mirado con lascivia y acosado con mensajes en 2004, cuando ella apenas tenía 13 años. Y digo presuntamente porque se trata de una denuncia anónima en @MeTooMusicosMx, una de las cuentas que proliferan ahora en redes sociales de México para señalar casos de acoso sexual en diferentes gremios profesionales.

Vega-Gil, fundador en los ochenta de la banda de rock Botellita de Jerez, llamó desesperado a un colega, Víctor Salcido. “Es una acusación falsa”, le dijo, “pero aunque se supiera la verdad ya me hicieron polvo. Ya no tengo credibilidad como músico, como fotógrafo, como escritor. Aparte de que la mayoría de cosas que hago son para niños y adolescentes, ¿no? Entonces la gente va a ir abandonándome”. Era la medianoche del domingo. Salcido trata de animarle y le dice que todo se va a solucionar. Al día siguiente se entera de que su amigo se ha suicidado poco después de esa conversación.

Vega-Gil dejó una carta. Dice que habría querido hablar con esa mujer, con pruebas, con testigos, ante las promotoras del movimiento #MeToo mexicano… Pero no sabía quién le acusaba. “Esa denuncia anónima pone en entredicho toda mi carrera. Sé que en redes no tengo manera de abogar por mí, cualquier cosa que diga será usada en mi contra” (…) “Debo aclarar que mi muerte no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia; solo quiero dejar limpio el camino que transite mi hijo en el futuro. Su orfandad es una manera terrible de violentarlo, pero más vale un final terrible que un terror sin final”.

Él pide que no se culpe a nadie de su muerte, además de disculparse ante las mujeres a las que pudo incomodar con “modos machistas”. Menos grandeza han mostrado las promotoras del #MeToo mexicano, que acusan a Vega-Gil de suicidarse para “difamar al movimiento”. “Él sabía que era culpable. Fue un chantaje mediático”, termina el innoble comunicado.

El caso pone el dedo en la llaga de ese movimiento que nació en Estados Unidos para concienciar del abuso de poder y del menosprecio que sufren las víctimas de acoso sexual, pero que se está convirtiendo en una demencial maquinaria de asesinato de reputaciones.

Cualquier 'troll', cualquier chiflada o chiflado, tiene el campo libre para arruinarle la vida a alguien

He recorrido las cuentas mexicanas de otros #MeToo. En las dedicadas a escritores y a periodistas, por ejemplo, se mezclan toda clase de denuncias: una violación con una invitación a comer, tocamientos con comentarios misóginos, o reproches a un ligón que oculta que está casado. A veces, simplemente, se deja un nombre, sin más. Cualquier troll, cualquier chiflada o chiflado, tiene el campo libre para arruinarle la vida a alguien.

Algunos medios han jaleado esta iniciativa perversa, que proporciona un suculento morbo para subir audiencias. No falta quien publica las listas de los señalados como si de un “hit parade” se tratara.

Muchas mujeres, en cambio, han dado la voz de alarma: poner en la misma categoría una violación y una mirada, a un colega baboso y a un depredador con poder, es una frivolidad que desdibuja el panorama y hace un flaco favor a las verdaderas víctimas. Pero además, hay otro ingrediente inmoral en esta iniciativa: combatir la opacidad que rodea el acoso sexual con la opacidad de las acusaciones perpetúa la impunidad.

Alguien tan poco sospechoso como la escritora Elena Poniatowska ha decidido hablar: “La acusación de acoso sexual a tontas y a locas puede lastimar el buen nombre de un hombre perfectamente honesto. Soy feminista pero me duele mucho el suicidio de Armando Vega-Gil por una denuncia anónima”.

El combate al machismo no puede dar patente de corso. Porque luego nos topamos con casos como el de Juana Rivas, a quien los dirigentes políticos de este país alentaban en el delito de secuestro de menores

Si a las denuncias anónimas le añadimos la otra parte de la ecuación, el “yo sí te creo”, tenemos ya los elementos de una persecución inquisitorial.

El combate al machismo no puede dar patente de corso. Porque luego nos topamos con casos como el de Juana Rivas, a quien los dirigentes políticos de este país alentaban en el delito de secuestro de menores, o el de María Sevilla, la abracadabrante “asesora” de Podemos, que escondía y maltrataba a su hijo después de haber acusado en falso a su exmarido de abusar sexualmente del niño.

¿Que son excepciones? Tal vez. Pero son lo suficientemente graves como para señalar las aberraciones a las que conducen los planteamientos maximalistas. No se puede decir, como ha hecho la vicepresidenta Carmen Calvo, que a las mujeres hay que creerlas “sí o sí”.  No se puede animar, como ha hecho Adriana Lastra, vicesecretaria del PSOE y martillo de herejes, a “perseguir” a quienes critican el feminismo sectario que ellas representan, que no solo pisotea la presunción de inocencia, sino que además quiere silenciar a quienes esgrimen reparos.

Las primeras perseguidas serían, sin duda, aquellas curtidas luchadoras que en 2006 alertaban del espíritu “excesivamente tutelar y proteccionista” hacia la mujer que destilaban las leyes del Gobierno Zapatero, en especial la ley contra la violencia de género. En una carta abierta, Empar Pineda, Justa Montero y Manuela Carmena, entre otras firmantes, se desmarcaban de ese feminismo que estigmatiza al hombre y victimiza a la mujer, que aboga por la “filosofía del castigo” y que presenta opiniones excesivamente simplificadoras de los problemas, ya sea el maltrato, la prostitución o la custodia compartida.

¿Queremos cambiar el sistema o reproducir sus mecanismos más perversos, de impunidad y censura? Reconducir el debate hacia la sensatez es una cuestión de dignidad moral y de pragmatismo. De lo contrario, todos los esfuerzos podrían acabar, por muchas manifestaciones festivas del 8 de marzo que haya, sumidos en el descrédito.

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