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Opinión

Estiércol para derribar una democracia

El portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados, Gabriel Rufián.

Uno de los episodios más tristes de la caída de la democracia en Francia fue cuando los parisinos, en junio de 1940, se partieron la cara entre ellos para coger sitio en los bulevares y ver el desfile de las tropas nacionalsocialistas. Mientras el taconeo de las botas alemanas resonaba por las calles, los otrora orgullosos fundadores de los Derechos del Ciudadano asistían al espectáculo del fin de la libertad.

Aquel episodio, magníficamente relatado por Chaves Nogales, fue la conclusión a la deriva autoritaria e iliberal de un régimen parlamentario, el de la Tercera República, que vio el deterioro y el descrédito progresivo de sus instituciones. La brutalización de la política, los discursos y gestos violentos, la desautorización de los cargos públicos, y la aparición de fórmulas políticas supremacistas, concluyeron con el régimen casi de forma natural.

A veces las sociedades no perciben la deriva que las encamina hacia el conflicto. Es cierto que nos encontramos ante un fin de época, por muchos motivos, pero la cuesta abajo en el último lustro está siendo alarmante. La muestra principal es la degradación del parlamentarismo, como está ocurriendo en España. No me refiero a la última soez ocurrencia de Gabriel Rufián y su tropa, sino a la situación política que ha convertido en normal esa degradación.

Es urgente que Sánchez haga algo responsable, porque las tropas del estiércol y el serrín, como en el París de 1940, están dispuestas a desfilar

En la teoría de la monarquía se insiste mucho en que la Corona cumple su papel dignificante; es decir, en que su comportamiento moral y político refleje los mejores valores, y legitime así aún más su posición. Siguiendo ese mecanismo, el nacimiento y la permanencia del gobierno de Pedro Sánchez resultan ser nefastos para la democracia española. Nadie duda de su legalidad. Alguno pone en cuestión su legitimidad por no haber pasado por las urnas. Sin embargo, a estas alturas pocos pueden decir que su presidencia, y su reflejo en el Congreso, dignifiquen las instituciones.

Todo político que quiera convertirse en un hombre de Estado, o al menos en alguien útil para su país, ha de ser consciente de que la ambición no puede ser mayor que su responsabilidad. La percepción que existe sobre Sánchez, aunque el CIS de Tezanos ni se atreva a preguntarlo, es que no tiene escrúpulos. Saben que tomó los votos de los que quieren romper el orden constitucional, y que se somete a su dictado.

Configuró un gobierno que se ha mostrado débil con los golpistas y sus amigos, e inútilmente fuerte en las campañas de propaganda. Un gabinete hecho a toda prisa, de remiendos, lleno de suplentes sobre los que cada semana salen noticias de haber cometido algún acto poco ético o ilegal. Sánchez quiso etiquetar a su equipo como “dialogante” con los golpistas, con aquellos que el “malvado” Rajoy no había sabido tratar. Pero aquel a quien se quería calmar, el golpista, tradujo esa táctica como pura debilidad. Un gobierno puede ser malo, tonto o equivocarse, pero nunca débil; esto es, debe ser el máximo garante de que la ley se cumple, y de que su espíritu se respete.

Esto no sucede con el Gobierno Sánchez. La cesión “espiritual” a los nacionalistas raya la humillación; que si solo fuera del PSOE, como ha pasado ya, no tendría tanta trascendencia. Sin embargo, esa cesión consiste en la postración del Estado y de sus instituciones, en echar a un Abogado del Estado porque ha defendido acusar a los golpistas de rebelión, en permitir la vejación del ministro de Asuntos Exteriores, y en anunciar un indulto antes de que haya sentencia.

El problema no es la última soez ocurrencia de Gabriel Rufián y su tropa, sino la situación política que ha convertido en normal tal degradación

La crisis del parlamentarismo, que no es solo un fenómeno español, sino que está ocurriendo en otros países europeos, y el auge de los autoritarismos, nos acercan a posiciones ya vividas en el Continente hace casi cien años. Entonces faltó responsabilidad en las élites políticas. Los grandes y viejos partidos se negaron a articular consensos para defender la democracia liberal y, en su rivalidad, llegaron a pactar con autoritarios y totalitarios. La política se llenó entonces de discursos violentos, y los Parlamentos fueron una prolongación más de esa situación, con execrables diputados que amenazaban, insultaban o escupían.

A la degradación de las instituciones, incluida la Justicia y, a veces, la Jefatura del Estado, le siguió la normalización de la violencia política. Por desgracia nos estamos acostumbrando a las agresiones en Cataluña contra aquellos que defienden el orden constitucional o que son símbolos de su permanencia, como el juez Llarena. Otro tanto ocurre en los medios, donde bobos que se creen humoristas insultan los símbolos nacionales recogidos en la Constitución, para, dicen, “destensar”.

El ambiente social es malo, y el máximo responsable es el presidente del Gobierno. Si el estiércol, tal y como ha dicho Borrell en referencia a la actitud de los diputados de ERC, esos mismos que permitieron que sacara adelante su vacía moción de censura, continúa cayendo sobre las instituciones degradándolas a ojos vista, solo es culpa suya. Es preciso que Sánchez haga algo responsable, porque esas tropas del estiércol y el serrín, como en el París de 1940, están dispuestas a desfilar.

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