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Opinión

Los españoles y el perro de Pávlov

Lápida del dictador Francisco Franco en el interior de la basílica del Valle de los Caídos

Un gobierno sin iniciativa política es un administrador molesto. Esa fue una de las grandes carencias de Rajoy, quien parecía que siempre iba a rebufo, una zancada por detrás, persiguiendo la zanahoria puesta por la oposición o los golpistas. No entendió que una cosa es presidir el Consejo de Ministros y otra tener el Poder, que en política consiste en dirigir una sociedad a través de la persuasión o la coerción. 

Esto sí lo ha comprendido Pedro Sánchez. El gobierno con menos apoyo parlamentario de la historia de la democracia española, puesto en manos de un coleccionista de derrotas, ha hecho en España lo que Pávlov con su perro; es decir, sacó a Franco para que “salivaran” periodistas, analistas y demás, y lo ha conseguido. A derecha e izquierda, centristas y equidistantes, han (hemos) picado.

Sánchez va dosificando los anuncios sobre sus intenciones de “dignificar la democracia” por “vía urgente”, con contradicciones y ocurrencias aparentes. Dice que sacará al dictador en secreto o con las cámaras de TV, con acuerdo de la familia o sin él, que convertirá el Valle en un “centro de la memoria histórica” o en un cementerio civil.

No importa si el gobierno de Sánchez puede hacerlo sino la eficacia de la maniobra de distracción. Y hay que reconocer que lo consigue, porque a continuación se produce la avalancha de análisis sobre el dictador, la Guerra Civil, e incluso la Transición. Unos recuerdan los crímenes de socialistas y comunistas tras julio de 1936, otros ven franquistas en cada tibio o despistado, mientras los aleccionadores de lo simple, siempre en tono grave, rememoran que el éxito de 1978 fue que no hubo ruptura, como sueñan hacer ahora los izquierdistas.

Al Gobierno no le importa si puede sacar o no a Franco del Valle, sino la eficacia de la maniobra de distracción para que “salivaran” periodistas, analistas y demás

Sin embargo, mientras se discute si el Valle es inconcebible en Alemania o Italia (nunca se habla de la URSS), o si el ministro Guirao, el de Cultura (eso dicen) lo equipara a Auschwitz en una intolerable trivialización del Holocausto, o si, ya en plan cool, hay que convertirlo en el “Arlington español”, el Gobierno planea desmantelar el sistema.

No se discute lo verdaderamente relevante de esta situación política: que las hipotecas del gobierno del PSOE con quienes apoyaron la moción de censura y de quien depende su mayoría en el Congreso, coinciden con sus deseos de permanecer en Moncloa a cualquier precio. Me refiero a las dos líneas que están quedando en un segundo plano: el espíritu autoritario que impulsa Podemos, y la desvertebración del país que persiguen los nacionalistas vascos y catalanes.

En la competición con Podemos por el protagonismo en la izquierda española, el Gobierno funciona a golpe de decretazo, en un fraude de ley porque no hay urgencia, para transformar a placer sin pasar por los mecanismos corrientes. Se trata de arrinconar a los podemitas en la esquina oscura, donde sean irrelevantes para el sentimentalismo y el estatismo izquierdistas.

Los socialistas aprovechan para suplantar a los de Iglesias la circunstancia de que Podemos está en manos de Echenique, un hombre que no tiene autoridad en su organización ni conocimientos de política. La suplantación se efectúa incidiendo en los elementos identitarios de la Nueva Izquierda: el feminismo cateto -ahora se dice “Consejo de Ministros y Ministras”-, la fiscalidad socialista -que paguen los ricos y las “malvadas” empresas-, el buenismo de la inmigración -hasta que se topa con la realidad-, el aumento del gasto público -siempre se pueden imprimir más billetes, que diría Eduardo Garzón-, y la RTVE progre.

Al PSOE de Sánchez le da igual que España sea una nación de naciones, una federación, una confederación o una Liga de Estados y Ciudades libres

A esto se añade la eficacia en la dialéctica amigo-enemigo, donde han vuelto a ganar a Podemos. Sánchez ha aprovechado que un Gobierno es más potente que un partido a la hora de señalar al contrincante. Esta tarea la hicieron muy bien los podemitas entre 2015 y 2017, en parte por el abandono del viejo PP de los rudimentos más básicos de lo político. Eso hizo que los de Pablo Iglesias, bien promocionados en las teles amigas, tomaran el protagonismo mientras se desinflaba el PSOE. Esto lo ha revertido Sánchez dando un giro autoritario a su política.

La otra cuestión es el pago a los nacionalistas. La resistencia del gobierno a defender a Pablo Llarena como representante del Estado en la demanda civil de Puigdemont, ha puesto en evidencia las intenciones de Sánchez. El propósito es abandonar la “vía judicial” para el castigo de los delitos del golpismo, y tratar a sus delincuentes como interlocutores legítimos. El trasfondo es que el golpe que se inició en septiembre de 2017 con las “leyes de desconexión” y que culminó con la República de los ocho segundos se debió a la falta de “voluntad política” del enemigo; esto es, del PP.

Lejos queda la dureza dialéctica de Josep Borrell en aquellos días, y mucho más cerca las declaraciones de Carmen Calvo hablando de sentarse a negociar. Ese nuevo escenario de rendición preventiva no solo atañe a los nacionalistas catalanes, a los que se propone un nuevo Estatuto, sino a los vascos. Por eso están acordando con el PNV el traspaso rápido de competencias, especialmente las del control del transporte, las prisiones y la Seguridad Social.

Al fondo, de nuevo, está la organización y definición de España. Al PSOE de Sánchez le da igual que sea una nación de naciones, un pueblo de nacionalidades, una federación, una confederación, o una Liga de Estados y Ciudades libres, mientras tenga el apoyo parlamentario de los nacionalistas. Tampoco le importa negociar algún tipo de referéndum que contenga de forma explícita o implícita el deseo, o no, de seguir perteneciendo a este país.

Pero de todo esto no se debate. Franco y su Valle preocupan más. Ya escribió Michel Foucault que el Poder es una situación estratégica para el cumplimiento de un interés determinado, que se define por su capacidad para conducir al antojo las conductas colectivas. Sánchez ha confirmado a Pávlov.

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