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Opinión

Nosotros contra ellos o la España política en la edad de piedra

Nosotros contra ellos.

La reciente declaración de Pablo Iglesias llamando a la radicalización, a regresar a las barricadas para plantar cara a la oligarquía, o la de Juan Carlos Monedero señalando que sigue vigente aquello de que "el miedo tiene que cambiar de bando" no son precisamente buenas noticias en un país en trance de perder nuevamente el tren de la modernidad o algo peor. El discurso del nosotros contra ellos, de “los buenos contra los malos” es una estrategia que encierra un grave peligro. Y no sólo porque en una sociedad compleja la línea que separa a los seres bondadosos de los perversos sea difusa, sino porque el origen del problema no se encuentra en las personas, ni siquiera en los personajes, sino en las instituciones, en las reglas que determinan los cauces políticos y los incentivos sociales.

Es ridículo pensar que la solución pudiera consistir simplemente en desalojar a los malvados de arriba y sustituirlos por seres bondadosos, en perfecta sintonía con las aspiraciones del pueblo

Por muy deteriorada y corrompida que se encuentre la política española, es ridículo pensar que la solución pudiera consistir simplemente en desalojar a los malvados de arriba y sustituirlos por seres bondadosos, en perfecta sintonía con las aspiraciones del pueblo. Estos nuevos dirigentes reproducirían idénticos males, quizá incluso con mayor intensidad, si no se modifican las normas imperantes. Por ello, no supone avance alguno esa estrategia conducente al enfrentamiento de facciones. Muy al contrario, implicaría una regresión a etapas pretéritas del desarrollo humano.

El crucial papel de la confianza generalizada

Existen muchas características que diferencian a los países avanzados de los menos desarrollados. Pero hay un rasgo poco conocido, y sin embargo esencial, un elemento que ejerce enorme influencia en el buen funcionamiento de la política y la economía, que fomenta la cohesión social: la confianza mutua entre ciudadanos. En efecto, las encuestas señalan de forma inequívoca que en los países con elevado grado de bienestar los individuos mantienen entre sí un elevado nivel de confianza, esto es, se fían bastante de otros sin necesidad de conocerlos personalmente, sin que mantengan vínculo alguno por razón de pertenencia a un colectivo o compartan la misma condición social. Esta confianza generalizada fomenta la cooperación y reduce los costes de transacción en cualquier intercambio entre individuos, favoreciendo el desarrollo, el bienestar, la estabilidad política y la calidad del gobierno.

Por el contrario, los países más atrasados carecen de esta confianza generalizada. Domina, en su lugar otra grupal, particularista. Es decir, la gente sólo se fía de las personas conocidas, o de aquellos que considera cercanos, de familiares, de sujetos pertenecientes a su facción, tribu o clan, pero desconfía intensamente de los extraños, de quienes se encuentran en la órbita de otros grupos. Este es el comportamiento típico en una sociedad antigua y estamental y, desgraciadamente, constituye un equilibrio al que tienden los sujetos cuando están sometidos a incentivos perversos, con graves consecuencias para la paz social.

Comportamientos del Paleolítico

Numerosos estudios y experimentos señalan que los seres humanos muestran cierta tendencia a adscribirse a grupos de forma acrítica, a ver el mundo en  términos de “nosotros y ellos”. Y esta particularidad no siempre es racional. En Risk: the Science and Politics of Fear, Dan Gardner sostiene que el cerebro humano, formado en el Paleolítico, posee una morfología dual. La evolución dio lugar a una mente con dos cerebros diferenciados cuyo funcionamiento es distinto. Está, por un lado, el cerebro primitivo, origen del instinto, de las emociones, de los impulsos, que funciona con gran celeridad y de manera inconsciente, procesando la información en términos binarios, de bueno o malo, con fuerte carga emocional y nula reflexión. Y, por otro lado, el cerebro racional, encargado del pensamiento consciente y analítico, que actúa con mucha más lentitud, matizando o corrigiendo los notables sesgos del cerebro primitivo. Desgraciadamente, raramente refuta la primera impresión o neutraliza completamente la emoción, cuyos marcadores implican un fuerte anclaje.

A pesar de la racionalidad de la que el hombre actual presume, subsisten en él impulsos típicos del hombre de las cavernas

Para el hombre primitivo lo prudente era confiar en los conocidos, en los miembros de su propia tribu, y no fiarse de los forasteros. De ello podía depender su vida. Pero hoy las sociedades son mucho más complejas: la excesiva desconfianza en los extraños no es un elemento necesario, es más bien contraproducente en términos agregados porque dificulta la cooperación. Lamentablemente, el paleolítico acabó hace apenas 12.000 años, un plazo insuficiente para permitir una evolución significativa del cerebro humano. Así pues, a pesar de la racionalidad de la que el hombre actual presume, subsisten en él impulsos típicos del hombre de las cavernas. Y algunos de estos impulsos no son precisamente convenientes para la sociedad moderna. Por ello, ningún dirigente sensato debe azuzarlos, fomentarlos; menos aún exacerbarlos. La dinámica grupal, el nosotros contra ellos, el sectarismo, el racismo, la xenofobia, la discriminación, la llamen positiva o negativa, se desatan fácilmente por el influjo de esa parte primitiva del cerebro, de esos reflejos que se pierden en la noche de los tiempos y que la racionalidad difícilmente puede domeñar.

Cuando se llama al enfrentamiento, al choque de clases o de grupos, se está apelando a esa parte primitiva del cerebro humano, al instinto de pertenencia, a la necesidad de identificación. Esos dirigentes desaprensivos no están estimulando la razón sino las emociones, desencadenando un impulso instintivo que conduce a la confrontación. Incitan a forjar la propia identidad mediante la pertenencia a un clan, asignando así toda suerte de virtudes y cualidades a los propios, mientras se denigra a los ajenos. En el caso concreto de los líderes de Podemos, las oligarquías serían malvadas, y los ciudadanos de a pie muy buenos. Pero esta tajante separación entre bondadosos y malos no es más que una manipulación. En España, las oligarquías políticas y económicas actúan de forma torcida no porque sean crueles y malvadas sino porque se aprovechan de unas reglas inapropiadas, de unas barreras que dificultan la competencia y la movilidad social. Y porque los mecanismos de control del poder son inexistentes o inoperantes.  

Recuperar la confianza

La confianza sólo se recupera mejorando las instituciones, las reglas del juego, nunca incentivando la confrontación, creando odios, envidias o resentimientos. No hay una lucha entre malvados y bondadosos, como pregonan los demagogos, sino reglas de funcionamiento incorrectas, incentivos perversos y mecanismos de selección refractarios al mérito. Se trata pues de avanzar hacia un sistema institucional de libre acceso, un entorno en el que prime el imperio de la ley, la igualdad de oportunidades, el trato impersonal, no discriminatorio. Y un sistema político caracterizado por el equilibrio de poderes, que arrincone los privilegios, favoritismos, amiguismos, intercambios de favores y barreras a la participación. En definitiva, un modelo que fomente la confianza del ciudadano en las instituciones y en los demás, sean conocidos o no.

La confianza crea un círculo virtuoso que reduce los costes de transacción entre individuos; la desconfianza, por el contrario, un círculo vicioso

La confianza crea un círculo virtuoso que reduce los costes de transacción entre individuos; la desconfianza, por el contrario, un círculo vicioso donde cada sujeto tiende actuar en reciprocidad, pues piensa que, al estar rodeado de pícaros, ser honrado es hacer el primo. Así, la profecía se cumple a sí misma y acaba explicando la generalizada corrupción y la excesiva tolerancia de una sociedad con la podredumbre.   

Así pues, la llamada de Pablo Iglesias a cavar trincheras, lejos de resolver los problemas, abunda en el error. El demagógico “ellos contra nosotros” inocula una dosis todavía mayor del germen que causó la enfermedad, llevando al límite el ya avanzado desquiciamiento institucional, con enormes costes para la sociedad pero sustancial ganancia para unos pocos desaprensivos.

Sin embargo, aunque Iglesias con sus consignas, y otros miembros de su partido, sean quienes mejor evidencien la contraproducente estrategia de la confrontación grupal, ciertamente no se encuentran solos en este viaje. Hay muchos otros agentes, intelectuales y políticos que, de manera más taimada y aderezándolo de racionalidad, le acompañan en este viaje al paleolítico. También ellos actúan apelando a la dinámica de grupos, segregando al extraño y arropando al afín, elaborando relatos que por sesudos que parezcan, apuntan a esa parte del cerebro no racional para imponer su visión y neutralizar al discrepante. 

Sin embargo, aunque Iglesias con sus consignas, y otros miembros de su partido, sean quienes mejor evidencien la contraproducente estrategia de la confrontación grupal, ciertamente no se encuentran solos en este viaje. Hay muchos otros agentes, intelectuales y políticos que, de manera más taimada y aderezándolo de racionalidad, le acompañan en este viaje al paleolítico. También ellos actúan apelando a la dinámica de grupos, segregando al extraño y arropando al afín, elaborando relatos que por sesudos que parezcan, apuntan a esa parte del cerebro no racional para imponer su visión y neutralizar al discrepante. 

El progreso solo es compatible con un discurso político dirigido a la parte racional de la mente humana, no a los bajos instintos

Una sociedad próspera y avanzada se fundamenta en la adecuada combinación de sana competencia y eficaz cooperación entre sus miembros, en la confianza generalizada, nunca en la enemistad, la conspiración, el odio o el enfrentamiento. El progreso solo es compatible con un discurso político dirigido a la parte racional de la mente humana, no a los bajos instintos, a la desconfianza, a esas pulsiones que, aun siendo útiles en el paleolítico, resultan contraproducentes en la sociedad moderna. Atajar las causas de los problemas no implica atacar a personas o grupos sino cambiar las reglas. Desgraciadamente, muchos parecen satisfechos predicando un regreso a la Edad de Piedra... al menos para los demás. Sin embargo, reconstruir el sistema institucional español y restablecer la confianza entre ciudadanos requiere justo lo contrario: enormes dosis de altruismo.

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