Opinión

España, en la encrucijada democrática: de Montesquieu a Rousseau; del imperio de la ley a la legitimidad popular

Foto de archivo de la Constitución Española
Foto de archivo de la Constitución Española EFE

Por más obvio que parezca conviene recordarlo. La democracia no es sólo votar. Algunos de los más reconocidos dictadores de la humanidad coleccionan en su haber un número de convocatorias electorales imbatibles para cualquier democracia avanzada. Y uno de los Estados más represores que se recuerdan incorporaba orgullosamente el apellido “Democrática” a su nombre: la RDA (República Democrática Alemana).

Las urnas per se no legitiman nada. Las democracias de inspiración liberal, como la española, se sustentan en el imperio de la ley. El desarrollo del ‘rule of law’ británico y la separación de poderes de Locke y Montesquieu es la base sobre la que se asienta la Constitución española y las europeas frente al pensamiento ilustrado de Rousseau, que reniega de esa separación y establece que el poder ejecutivo y judicial recae sobre el gobierno en el que el pueblo delega su voluntad a través de un contrato social.

La voluntad de una Nación expresada en las urnas permite articular una mayoría parlamentaria con la legitimidad de gobernar. Pero la separación de poderes existe precisamente para controlar que esas mayorías no atenten contra las minorías o sobrepasen los límites de la ley. Para Rousseau, sin embargo, esa separación siempre está subordinada a la agregación de voluntades; es decir, a la soberanía popular que todo lo legitima. Ni siquiera la “representación electoral” puede interpretarse como soberanía popular.  

España, de democracia liberal a rusoniana

España transita del modelo de democracia liberal basada en el imperio de la ley y la separación de poderes a un modelo de democracia rusoniana en el que un poder somete al resto en la creencia de que sólo ellos defienden el bien común. Es la llamada democracia total. Este tránsito no puede atribuirse exclusivamente a Pedro Sánchez –los nacionalistas lo inventaron mucho antes-, pero se ha acelerado de forma quizá irreversible durante su mandato.

Hay corrientes de pensamiento que sitúan en Rousseau la semilla del totalitarismo. Una democracia total que deriva en dictadura total gracias a esa figurada elevada del legislador que aparece en ‘El contrato social’ y que dice actuar siempre en nombre del pueblo (‘Dictadura totalitaria y autocracia’, de Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski, 1975).

El pacto que el PSOE y ERC han suscrito para la investidura de Sánchez ha dado un paso crucial en la resolución de la encrucijada democrática de España. El texto reconoce la existencia de una legitimidad popular en Cataluña que ampara los graves sucesos del 2017 sin calificarlos. El reconocimiento de esta legitimidad lleva al partido en el Gobierno a admitir que hubo un choque con la legitimidad constitucional (el imperio de la ley). El PSOE decide unilateralmente que el independentismo ostenta la legitimidad popular en Cataluña y en España. ¿Con qué argumentos? Los de Juan Palomo.

Hay, dice el acuerdo, “diferentes concepciones” de la soberanía en España. Y la amnistía, afirma el PSOE, es la manera de resolver este “conflicto”. Es la victoria de Rousseau sobre Montesquieu, porque supone de facto someter a uno de los poderes del Estado (el judicial) en la seguridad de que es lo mejor para el pueblo (recuperar la convivencia). Y para hacerlo se apoyan en la democracia y la soberanía popular emanada del resultado del 23-J. Cuando ningún partido, y menos el PSOE, planteó esa dicotomía antes de las elecciones.

Sánchez ha sintetizado su ideario en una célebre frase pronunciada ante el comité federal hace unos días: "Hacer de la necesidad virtud". Puede que Rousseau no haya derrotado a Montesquieu. Y el presidente se dedique simplemente a seguir las instrucciones que Maquiavelo le daría al Príncipe. Ora enemigo del separatismo, ora conciliador; ora defensor de la Ley, ora populista. El manejo de los equilibrios es también una forma de hacer política.

El riesgo totalitario

Sin embargo, estos malabares para conservar el poder tienen consecuencias. La reescritura de los hechos acaecidos en el 2017 y sus secuelas posteriores -la ola violenta de Tsunami, la conexión rusa y causas de corrupción varias- coloca de facto a los tribunales españoles como órganos represores de una “legitimidad popular y parlamentaria” en Cataluña, reconocida por el PSOE en el pacto con ERC. Y aleja a España del modelo de democracia liberal para acercarle a la concepción rusoniana de que el Gobierno actúa en nuestro nombre por el bien de todos.

Y en ese alejamiento progresivo de la democracia liberal encaja también el discurso general del PSOE sobre los pactos con el separatismo. Sánchez interpreta que la voluntad popular de España es que cualquier acuerdo de investidura es justo y necesario para expulsar a la derecha y la ultraderecha del gobierno del país. Un argumento que abre la puerta a tropelías iliberales de todo tipo al bordearse la negación del pluralismo político. Este discurso siembra la idea de que sólo hay un único partido que actúa en beneficio del país.

El pluralismo político y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley son la clave de bóveda de cualquier democracia liberal. La democracia son las urnas y todo lo demás. Sin lo uno y sin lo otro, la democracia liberal española no existe.