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Opinión

España y su Estado central inerme

Pedro Sánchez y Joaquim Torra.

La crisis de la epidemia y los estados de alarma sucesivos están arrojando un cúmulo de experiencias de las que todos, pero especialmente los gobernantes y los que aspiran a serlo, deberíamos extraer consecuencias para aplicarlas a nuestras vidas, en unos casos, y para reflexionar sobre el futuro político e institucional de España en otros. Entre los aspectos positivos, el más destacado es el de la obediencia del pueblo español a las órdenes de sus dirigentes, lo cual es un regalo para cualquier Gobierno a la par que una exigencia para hacer las cosas correctamente. Pero, en mi opinión, esa conducta irreprochable de los españoles no se ha visto correspondida por la llamada clase política que se ha mostrado incapaz de transmitir la imagen de seriedad y de eficacia exigibles en momentos tan críticos como los actuales.

Los balbuceos y contradicciones de los representantes institucionales, la fragmentación ineficaz del poder público y las controversias entre el Gobierno nacional y las Comunidades Autónomas sobre la previsión o imprevisión de la epidemia y los déficits hospitalarios, así como las consecuencias sociales y económicas de la misma, han puesto de manifiesto que los males de la organización del Estado español no son una invención de los críticos con su configuración actual; son más bien el resultado de una suma de hechos que van desde las carencias de la sanidad pública, la falta de cuidado de los mayores y la imprevisión en la educación de las jóvenes generaciones del país hasta el aprovechamiento clientelar de los poderes públicos con desdoro para el interés general.

La presencia del Estado en España no solo es nula en los feudos nacionalistas de Cataluña y País Vasco, algo ya sabido, sino que es casi inexistente o gaseosa en el resto del solar patrio

En realidad, las vivencias de la crisis y su desgobierno, edulcorado con el eslogan de la cogobernanza, han demostrado, una vez más, que la capacidad y la presencia del Estado en España no solo es nula en los feudos nacionalistas de Cataluña y País Vasco, algo sobradamente conocido desde hace décadas, sino que es casi inexistente o gaseosa en el resto del solar patrio. Por ello, creo que las tesis a favor de la refundación del Estado sobre los valores de nuestra tradición liberal y democrática deberían considerarse a la hora de formular las propuestas para reconstruir el país y sanear la vida pública. Serían materia para debatir en unas nuevas Cortes Generales.

La historia de nuestro Estado, siempre sometido a pulsiones centrípetas o centrífugas, ha sido complicada en los dos últimos siglos. Y en el ir y venir de monarquías, repúblicas y dictaduras, desembocamos en el último experimento arbitrado en 1978, la organización autonómica, cuya construcción obedeció básicamente a satisfacer las aspiraciones de los nacionalistas burgueses de dos de las regiones más ricas de España, Cataluña y País Vasco, que, en virtud de ello, se convirtieron en una importante viga maestra de la Constitución de 1978. Durante más de treinta años, los nacionalistas han gozado de poder y de privilegios sin fin que han contribuido a convertirlos en las fuerzas dominantes en sus territorios, en gran medida por el dominio absoluto de la educación: más de tres generaciones de catalanes y vascos así lo atestiguan. En paralelo, en el resto de España, sembrado de Comunidades Autónomas inventadas por los partidos dinásticos como medio para afianzar sus organizaciones partidarias, se prescindió del objetivo de construir un proyecto nacional y se prefirió enfatizar el casticismo regionalista, utilizando también la herramienta de la educación.

Constatamos que nuestro Estado, entendido por los españoles como la referencia máxima del Poder Público, es sólo una sombra

Y hete aquí que, cuando la virulencia de la epidemia obligó al Gobierno a decretar el estado de alarma para confinar a la población y evitar el colapso hospitalario, miramos a nuestro alrededor y constatamos que nuestro Estado, entendido por los españoles como la referencia máxima del Poder Público, es sólo una sombra. Algo parecido ya ocurrió en el otoño de 2017 cuando el Gobierno, impelido por los acontecimientos, aplicó el artículo 155 de la Constitución en Cataluña: el poder central se limitó a cesar al Gobierno de la Generalidad y, al carecer de instrumentos administrativos y de edificios en la región, tuvo que mantener intacta la administración autonómica para no colapsar los servicios públicos y alojar a la policía en buques anclados en Barcelona. Lo que vino después, sin comentarios.

Ahora, con motivo del estado de alarma, se ha reverdecido el problema: el Ministerio de Sanidad, mascarón de proa del mando único, se ha demostrado un organismo vacío de estructuras y de capacidades que, forzado por esa realidad, ha tenido que declinar sus pomposas facultades en el campo de Agramante de las Comunidades Autónomas, grandes responsables de los fiascos en la sanidad y en las residencias de mayores. Hágase un repaso de lo ocurrido estos dos meses largos de confinamiento y, entre prórroga va y prórroga viene y fase arriba o fase abajo, el Gobierno central, con independencia de sus habilidades o inteligencia, parece incapaz de ejercer con eficacia y claridad la ordenación del problema tal como solicitó legítimamente con el primer decreto de alarma. Aunque se resiste a reconocerlo, porque es hijo de ese caleidoscopio institucional, está preso de lo que el propio jefe del Ejecutivo denomina el Estado compuesto, a modo de consuelo. Entretanto, la inquietud social va in crescendo e irá aumentando la convicción de que con los mimbres institucionales actuales resulta ilusorio pensar en una salida airosa de la postración sobrevenida.

Nadie sabe qué ocurrirá los próximos meses cuando la epidemia pierda vigor, como todas las epidemias anteriores, y emerjan con crudeza las consecuencias de la misma. Lo que sí sabemos es que, en el plano político, parece urgente que España se dote de un Estado unitario organizado sobre bases diametralmente opuestas a las experimentadas y ya fracasadas. Desde mi punto de vista, ese debería ser uno de los objetivos de quienes aspiren a representar a los españoles en las Cortes de la reconstrucción. Por pedir, que no quede.

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