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Opinión

Elogio de la dificultad

Lo que introduce el último decreto de Celaá no es el aprobado por la cara ni la promoción arbitraria, sino su normalización

Isabel Celaá durante la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros.

En nuestra conversación pública sobre las leyes educativas aparecen siempre dos fenómenos que dificultan un debate ya de por sí bastante complejo. Hay mucho que decir sobre el decreto del Gobierno que pretende regular las condiciones para la promoción de los alumnos, pero creo conveniente despejar antes el terreno.

En primer lugar suele aparecer la atribución de intenciones oscuras y malvadas. Una de las respuestas al decreto aprobado por el ministerio de Isabel Celaá viene a insistir en la idea de que el objetivo es “conseguir ciudadanos cada vez más aborregados para poder manipularlos más fácilmente”. Es muy cómodo pensar que todo lo que sale del Gobierno, de la izquierda, de la derecha o del ámbito que escojamos se hace con la intención de dañar a otros, pero normalmente no es así. Normalmente el daño, cuando se produce, no es un efecto buscado sino voluntariamente ignorado. 

No presentarse a selectividad

En segundo lugar, la ingenuidad. Se ha atacado con razón la propuesta de Celaá por rebajar (aún más) la exigencia académica en la enseñanza obligatoria y en Bachillerato. Los alumnos podrán pasar de curso e incluso obtener los títulos con alguna asignatura suspensa siempre que hayan logrado la madurez y las competencias propias de la etapa. La ingenuidad en algunos de los análisis se entiende cuando nos fijamos en la coletilla que acompaña a esta condición: “a juicio del equipo docente”. Y se trata de una crítica ingenua porque esto es algo que lleva muchos años instalado en nuestros centros educativos. En los claustros de final de curso es frecuente el aprobado súbito y más o menos consensuado de una, dos, tres, cuatro o incluso cinco asignaturas para que el alumno promocione. En algunos casos se añade un elemento que hace la práctica aún más cuestionable: los profesores deciden aprobar al alumno con varias asignaturas suspensas si se compromete a no presentarse al examen de selectividad (porque podría sacar mala nota y perjudicaría al prestigio del centro) o si se compromete a matricularse en algún ciclo formativo ofrecido por el centro (porque si no consiguen un número suficiente de alumnos a lo mejor no podrían ofrecerlo).

La mejor manera de comprobar si ha alcanzado un nivel de madurez suficiente es ponerlo frente a un texto o un problema. Y ahí es donde se ve (donde los profesores vemos) cuál es la gravedad real del asunto

Lo que introduce el último decreto de Celaá no es el aprobado por la cara ni la promoción arbitraria, sino su normalización. Lo que hace es reconocer y apuntalar una práctica que los claustros ya habían convertido en costumbre, aunque fuera de manera interna. El objetivo declarado de esta nueva reforma educativa, y esto sí es en parte novedoso, es reducir el número de repetidores en la enseñanza obligatoria. “Repetir es caro e ineficiente”, apunta Lucas Gortazar en ABC. Y puede que sea así. Y seguramente hay ocasiones en las que la repetición no está justificada, y genera desmotivación en el alumno. Pero es llamativa la justificación que se da a una medida que en la práctica va a suponer la anulación del suspenso, y por tanto de la autoridad del profesor: “Muchos alumnos repiten a pesar de tener las competencias necesarias para avanzar”. ¿Y cómo se sabe si los alumnos han adquirido esas competencias? Pues la manera más rápida es acudir precisamente a las notas. Parece extraño defender que un alumno con tres asignaturas suspensas ha adquirido las competencias propias de la etapa, pero además esto es sólo la punta del iceberg, porque la mejor manera de comprobar si ha alcanzado un nivel de madurez suficiente es ponerlo frente a un texto o un problema. Y ahí es donde se ve (donde los profesores vemos) cuál es la gravedad real del asunto. 

Lo grave no es que haya alumnos que repitan por no haber adquirido las competencias necesarias; lo grave es que hay alumnos que van aprobando y promocionando sin tenerlas. En Primaria y Secundaria, el juicio del equipo docente va pegando patadas hacia arriba a muchísimos alumnos que no han cumplido con los objetivos de la etapa. Cuando llegan a Bachillerato tienen que enfrentarse no sólo a Platón, al texto periodístico o a la Segunda República, sino al reto de tener que estar media hora leyendo en silencio, concentrados, mientras se descifra un texto y se intenta buscar una relación con lo que ya se sabe. Y, sorpresa, resulta que tras pasar años en un sistema educativo que no demanda esfuerzo sino que ofrece aprobados por comodidad, una parte importante de los alumnos no tiene la competencia lectora ni la disciplina necesarias que requiere la tarea.

Cómo se enfrenta un alumno a un texto

La repetición injustificada o masiva es un problema, sí. Es un problema económico, de recursos, y probablemente también para algunos alumnos un acto de injusticia. Pero no menos injusta es la dejadez con la que se pastorea a todos los alumnos por los centros educativos. 

Esto evidentemente no se puede ver si no se está con ellos. Quien analiza el proceso educativo desde fuera del aula sólo puede manejar evaluaciones internas, pruebas diagnóstico, informes, tasas de aprobados y repetidores… pero no ve cómo se enfrenta un adolescente a un texto. No ve cómo identifica una tesis o cómo relaciona ideas. O cómo es incapaz de hacerlo. 

“No es en la universidad donde se libran las más decisivas batallas contra la barbarie y el vacío, sino en la enseñanza secundaria, y en barriadas deprimidas como la de Seine-Saint-Denis”. Esta frase la escribe George Steiner en una carta dirigida a Cécile Ladjali, profesora en un instituto de las afueras de París y de la élite, y se recoge en el libro Elogio de la transmisión, una pequeña maravilla publicada en 2005 por Siruela. En 2019 el presidente Sánchez compartió en Twitter una foto de su mano sujetando el libro, y la acompañó con estas palabras: “Un elogio a la enseñanza, a la importancia de que los alumnos piensen por sí mismos. Lo leeré con atención”.

No sabemos si lo leyó, pero es evidente que la reforma educativa que prepara el Gobierno no podría estar más alejada del espíritu de un libro cuyo primer capítulo se titula Elogio de la dificultad.

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