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Editorial

Rodrigo Rato: un caso entre la burla y el sálvese quien pueda

Rato abandona anoche su despacho tras cuatro hora de registro.

Presenciando ayer tarde el "número" montado alrededor de ese auténtico icono que para el Partido Popular ha sido durante años Rodrigo Rato Figaredo, descartamos de inmediato que nos halláramos ante la actuación ortodoxa de las instituciones de un país democrático en la persecución de presuntos delincuentes, porque resulta notorio que la separación de poderes en España es una rareza y la mayoría de nuestras instituciones están tan trufadas de corrupciones varias que resulta prácticamente inverosímil esperar su transfiguración en 24 horas. Razón que nos llevó a evaluar si nos encontrábamos ante una burla o comedia programada al efecto o si, por el contrario, se trataba del típico escenario del sálvese quien pueda que a pasos de gigante se va instalando en la política patria. En cualquier caso, navegamos por el mar encrespado de corrupción en que ha devenido el régimen del 78, cuyo final calamitoso, circos mediáticos al margen, obliga a los españoles a redoblar esfuerzos en pro de una España capaz de salir de una vez del patio de Monipodio en que le han metido unas clases dirigentes que, además de enfangar la política y quebrar la economía, han puesto en peligro la propia democracia.

Lo sucedido con Rato nos obliga a un viaje por el túnel del tiempo, devolviéndonos a los 90, cuando Mariano Rubio fue objeto de lo que empezó a denominarse "pena de telediario"

Lo sucedido con Rodrigo Rato nos obliga a un viaje por el túnel del tiempo, devolviéndonos a los años 90 y los estertores del felipismo, sobre lo que recientemente hemos opinado. Entonces, los mandobles del poder se dirigieron hacia otro icono de la época, Mariano Rubio, entonces poderoso gobernador del Banco de España, quien, víctima propiciatoria de un Felipe González acosado por la corrupción, fue objeto de lo que empezó a denominarse "pena de telediario", algo que en nuestro país se ha practicado en abundancia como alternativa a lo que sería exigible en una democracia moderna: el rigor de la justicia y el respeto a los derechos de los ciudadanos. Desmoralizador resulta comprobar cómo se sigue insistiendo en actuaciones y procedimientos que suelen ser camino a ninguna parte porque, salvo circenses fuegos fatuos, la realidad devuelve enseguida a Juan Español al sentimiento de frustración que le invade como ciudadano y contribuyente.

La trayectoria del señor Rato es de sobra conocida, como lo es su arrogancia en el ejercicio del poder. Convertido en uno de los máximos conocedores del desarrollo y crecimiento de las dos grandes burbujas, la inmobiliaria y la financiera, que han arruinado al país, durante su vicepresidencia se enajenaron las últimas empresas públicas en poder del Estado, en beneficio de una pequeña elite bendecida por el proceso, que desde entonces se ha encargado de arroparlo y mantenerlo en el podio de las finanzas y de la economía españolas prácticamente hasta ayer. Es probable que ahora, cual apestado, ingrese en el lazareto al que podrían seguirle algunos de los restantes 704 de la famosa lista de amnistiados, lista en la que, sin duda, no habrá clases medias y trabajadoras, sino lo que antes se decía, gente muy principal. ¿Se ha abierto la caja de Pandora, o el escándalo empieza y termina con la caída del ídolo?

Hoy más que nunca: regeneración democrática

Observar a los portavoces gubernamentales hablando a estas alturas de que todos somos iguales ante la ley con el agua que ha circulado bajo los puentes, nos obligaría a sonrojarnos en su nombre. Y algo parecido podría decirse de los del primer partido de la oposición, cuyos dirigentes más preclaros están desfilando estos días por el Tribunal Supremo para responder acerca de los ERE de Andalucía –insuperable el cuajo ayer mostrado por el inefable Zarrías, especie de reyezuelo andaluz con patente de corso- que ya forman parte de la rica iconografía de la corrupción española. Mención aparte merece buena parte de la tropa periodística, gente que prácticamente hasta ayer se mostraba dispuesta a lustrar con mimo las botas de la admiración incondicional hacia un personaje del que nunca nada malo habían descubierto, y al que hoy atizan sin conmiseración en un insuperable ejercicio de cinismo.

Decididos a aportar nuestro granito de arena en pro de una salida racional y democrática a la crisis que sufrimos, es obligado volver insistir en la baja calidad de la democracia española, una realidad que episodios como el de ayer no hacen sino poner en evidencia. Siempre dijimos que resulta muy difícil construir una democracia sin demócratas. Esa es la tarea histórica a la que, 40 años después de la muerte de Franco, están llamados los españoles, por encima de espectáculos puntuales que, en el fondo, no pasan de ser una manifestación más del conflicto que, en este final de régimen, enfrenta a sus clases dirigentes. Regeneración se llama la palabra. Y se apellida democrática. Ese es el reto.

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