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Editorial

Agonía del régimen de 1978 y descomposición del Partido Popular

Aznar, junto a Ana Botella y Rodrigo Rato, en el balcón de Génova tras las elecciones autonómicas de marzo de 2003.

Los sucesos iniciados hace una semana con la detención casi circense del ex vicepresidente del gobierno Rodrigo Rato van tomando tintes alarmantes por mor de los desatinos de los portavoces gubernamentales y las confusas actuaciones de la fiscalía y de los propios tribunales, además de la aparición de presuntas nuevas irregularidades de otros miembros significados del partido del Gobierno, tal que Federico Trillo y Vicente Martínez Pujalte. Vivimos inmersos en una especie de remolino de podredumbre que excede, con mucho, a las disputas y controversias habituales del periodo electoral. Como en una pesadilla, un escándalo sucede a otro sin que Juan Español tenga tiempo de respirar. No es que ello sorprenda a quien, como nosotros, viene señalando día sí y otro también la bajísima calidad de nuestra democracia, aunque es inevitable concluir –los hechos que comentamos lo atestiguan– que nos encontramos ante la agonía del régimen del 78, acompañada de la descomposición del partido que sostiene al Gobierno de la nación, una situación que da al traste con la estabilidad imprescindible para abordar democráticamente la solución de los problemas acumulados.

La lista de corruptos no deja de crecer, hasta el punto de hacer pensar que en el PP de Aznar es imposible encontrar un hombre bueno, un político honrado, un ciudadano honesto

La historia está llena de cambios políticos y constitucionales y España es un buen ejemplo de ellos a lo largo de más de doscientos años de evolución constitucional. A pesar de sus limitaciones, la Constitución de 1978 representó para millones de españoles un punto de partida en la construcción de un país libre y democrático con capacidad para superar tantos y tantos episodios trágicos que, durante siglos, nos situaron en el pelotón de países con comportamientos atávicos y convivencias imposibles. Un proyecto por el que valía la pena apostar, pronto se fue devaluando como consecuencia del mal hacer de quienes estaban obligados a dirigirlo y a ejecutarlo, fundamentalmente las elites políticas y económicas del país. Ha sido un proceso lento y enmascarado por el ciclo de riqueza y bienestar que, con altibajos, se ha extendido desde mediados de los años 80 del siglo pasado. Las primeras alarmas sonaron una década después, a primeros de los noventa, con las grandes corrupciones del felipismo que dañaron gravemente al socialismo español y alertaron sobre las grietas del sistema político.

Todo está corrompido

Nadie advirtió la necesidad de un cambio de rumbo que ya entonces solo podía tener un claro sentido regenerador; las elites de derecha e izquierda, cómodamente instaladas en el machito, prefirieron continuar hacia adelante, hilo a la cometa, como si nada pasara, confiadas en la credulidad de los ciudadanos y en el mensaje prosaico de la bonanza económica: había dinero para todo el mundo, o eso parecía. El valor de la honradez y el funcionamiento e independencia de la justicia fueron sacrificados en el altar del becerro de oro que supusieron las burbujas inmobiliaria y financiera, sembradas por los gobiernos de Aznar y desarrolladas hasta su clímax por los de Rodríguez Zapatero. El estallido de esas burbujas vino acompañado del conocimiento de las innumerables corrupciones que hoy inundaban la geografía española. En realidad, España se había convertido, se ha convertido, en un campo de minas de latrocinios diversos crecidos al calor de las grandes obras civiles y del urbanismo enloquecido de los años de esplendor. Si algún día se hace el inventario, sabremos –lo sabrán al menos nuestros descendientes-, hasta dónde llegaron los abusos de quienes ejercieron el poder.

La lista de los usufructuarios del poder incursos en escándalos de corrupción no deja de crecer, hasta el punto de hacer pensar que en el viejo PP que José María Aznar construyó –y él mismo destruyó también– es imposible encontrar un hombre bueno, un político honrado, un ciudadano honesto. Y todo hace pensar que la lista seguirá creciendo, porque en el seno de esa elite que se ha llenado los bolsillos sin ningún problema de orden moral, se acaba de iniciar la pelea del sálvese quien pueda, convencidos como están de que esto no da más de sí, de que la agonía del régimen que les ha cobijado no hay quien la pare, y de que las coartadas del bien común, que simplemente era beneficio propio, ya no les valen ante la indignación de una opinión pública harta de sus imposturas y abusos. Todo está corrompido o lo parece.

España se enfrenta a la necesidad de pasar página, de forma ordenada y democrática, de un tiempo en el que se han arruinado gran parte de los logros obtenidos con el esfuerzo y sacrificio de millones de ciudadanos, poniendo de paso en peligro aspectos fundamentales del orden democrático. Seguimos creyendo firmemente en la capacidad de los españoles, ¡Dios, qué buen vassallo si oviesse buen señor!, para hacer de España una democracia moderna y civilizada, razón por la cual seguiremos desde aquí empeñados en poner nuestro granito de arena en la tarea colectiva de hacer realidad el cambio democrático, sin dejar por ello de condenar a quienes no sólo han abusado de su poder y privilegios, sino que, en su desvergüenza, aspiran a seguir manteniéndolos afirmando que lo pasado, pasado está y que hay que mirar al futuro. Desde luego que sí hay que mirar al futuro, pero sin ellos.

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