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Editorial

El Partido Popular o cómo pasar de la mayoría absoluta a la mísera oposición

No es fácil encontrar grupos humanos, sociedades mercantiles y organizaciones políticas capaces de dedicar sus mejores esfuerzos a la tarea de autodestruirse, salvo que hablemos de la política española y de uno de sus grandes partidos, el PP. El partido de la derecha española, en efecto, va camino de patentar un método infalible para pasar de la mayoría absoluta a la oposición más ramplona en una sola legislatura. Ya lo consiguió el inefable José María Aznar, con los delirios de grandeza que caracterizaron su mayoría, y se lo está trabajando con ahínco su epígono, Mariano Rajoy, con modales más suaves, pero teñidos igualmente de la soberbia y desdén de su antecesor.

A los acontecimientos iniciados antes de final de año, que ya motivaron un comentario editorial, se han sumado las deserciones en el propio partido y los varapalos judiciales a algunas de sus propuestas emblemáticas, amén de los nervios y exabruptos de algún ministro de campanillas ante la prensa. La conjunción de todo eso, que amenaza ir in crescendo, puede terminar desarbolando la que parecía granítica fortaleza en la que se agrupaba toda la derecha española. Se sabía que el grupo de atildados funcionarios y profesionales que, tras la locura zapateril, se hizo cargo del Gobierno, estaba sostenido por un partido político en el que convivían rancios y moderados, pero muy pocos de quienes le votaron tenían duda de su buen hacer. No ha sido así, y a los hechos nos remitimos. La improvisación y la incompetencia han jalonado el primer bienio de la legislatura, al punto de que a alguno de sus ministros no se le ha ocurrido mejor manera de taponar vías de agua que impetrar la intercesión de Santa Teresa de Jesús.

No aciertan porque no prevén, y no asumen los errores porque están instalados en la creencia de que la mayoría absoluta es patente de corso capaz de justificar cualquier desafuero

Se ha hecho realidad aquello de que las apariencias engañan. Desde el primer instante, el Gobierno Rajoy quiso garantizarse, mediante una llamativa subida de impuestos, el flujo de tesorería imprescindible para mantener incólume la estructura de un Estado elefantiásico y clientelar, auténtica razón de ser de los dos grandes partidos que se turnan en el Gobierno de la nación. Un Estado al que rinden culto, cercenando sólo aquellas partes del mismo que no afectan al ejercicio de su poder, sin importarles en el fondo que empresas y contribuyentes vean amenazado su desenvolvimiento por causa de la asfixia fiscal. El gasto público no cede, la deuda crece y los afanes de los responsables públicos parecen ahora centrados en valorar como un nuevo Potosí las décimas de crecimiento de un PIB al que las políticas gubernamentales siguen encogiendo como la piel de zapa. Dicho con todo el sentimiento, no aciertan porque no prevén, y no asumen los errores porque están instalados en la creencia de que la mayoría absoluta es patente de corso capaz de justificar cualquier desafuero. Es una de las lacras de esta democracia de baja calidad, que nunca nos cansaremos de repudiar.

Votar cada cuatro años

Los populares, igual que hacían sus colegas socialistas, siguen considerando que la democracia a la española manera no va más allá de permitir a la gente votar cada cuatro años. Poco más. El ejercicio del ingente caudal teórico de libertades y derechos inherente a la misma no parece tener para ellos ninguna consecuencia. Su sentido de la participación ciudadana y del control del poder empieza y termina en el acto electoral; todo lo demás corre de su cuenta: ya se encargan ellos de manejar las instituciones en beneficio del partido o sencillamente propio, con total desdén por el bien común. El espectáculo que está ofreciendo el ministro de Justicia pastoreando a la élite de la carrera judicial y fiscal residenciada en el Supremo, al objeto de predisponerla a su favor en casos tan polémicos como el de Bárcenas, el de la infanta Cristina o cuando sea menester, raya en la antidemocracia sin paliativos. Las reivindicaciones de miles de manifestantes pacíficos suelen ser ignoradas, mientras que, por el contrario, la violencia de unos cientos, como ha ocurrido recientemente en Gamonal, les desarma y hace recular hasta el ridículo. Con semejante cinismo no se dignifica una democracia; más bien se abona el campo para que reverdezca una idea que goza de gran tradición en nuestra historia: la de que en España sólo se hace caso al que la arma.

Su sentido de la participación ciudadana y del control del poder empieza y termina en el acto electoral; todo lo demás corre de su cuenta: ya se encargan ellos de manejar las instituciones en beneficio del partido o sencillamente propio

Así nos va. Y así le va a un Partido Popular que ha empezado a sangrar por la herida de las huidas y deserciones de quienes afirman estar preteridos o haber sido traicionados en su ideario. Parecen movimientos minoritarios, porque el disfrute del poder une mucho, pero son premonitorios de lo que podría reservarle el futuro si la situación general no mejora y pierde el favor del sufrido pueblo español. Desconcierto y nervios en el PP, de cara a esa Convención a la que el propio Aznar ha dado la espalda. Solo los nervios, en efecto, aderezados con una buena dosis de soberbia, explicarían la reacción, tan ordinaria como airada, del Ministro de Economía en Bruselas ante las preguntas de una periodista. Al paso que vamos, toneladas de tila van a ser necesarias en el PP para afrontar la segunda mitad de la legislatura.

Nuestro credo liberal nos impide comulgar con muchas de las actuaciones del Gobierno Rajoy, dicho lo cual resulta imposible ocultar la preocupación que la aparente senda de perdición por la que camina el PP nos produce. El porvenir de España está en juego. El envite es tan importante que nos sentimos obligados a pedirles que rectifiquen y dediquen lo mejor de su tiempo y esfuerzos a pensar en un futuro mejor para quienes hace dos años depositaron su confianza en ellos. El interés general nunca puede quedar preterido por el personal. Ojalá no tengamos que constatar una vez más que los dioses ciegan a quienes quieren perder. 

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