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Editorial

El ‘affaire’ Soria y la pérdida del sentido de la realidad de Rajoy

No pudo ser, hasta el poder más absoluto tiene sus límites en esta España de regentes. Al final José Manuel Soria tuvo ayer que anunciar que no optará al puesto en el Banco Mundial. Aunque, eso sí, no sin antes justificar su decisión por la "desproporcionada" utilización política que se había hecho de su designación y, claro está, a petición del Gobierno. Sin embargo, hasta el último minuto el Partido Popular había defendido lo indefendible aludiendo a los sobrados méritos del candidato, y ello pese a que en su día fue el propio PP quien le pidió a Soria dimitir como ministro tras la tormenta desatada por su aparición estelar en los “papeles de Panamá”. Una contradicción a priori inexplicable, pues si el señor Soria no les parecía entonces lo suficientemente de fiar como para seguir siendo ministro, no se explica que, sin embargo, lo hayan propuesto después para ocupar en representación de España un puesto en el Banco Mundial. Y decimos a priori porque, evidentemente, la lectura que hay que hacer de esta ocurrencia es muy distinta.

Sorprende la miopía de Mariano Rajoy, que con las elecciones gallegas y vascas a la vuelta de la esquina ha consentido que los medios “enemigos” revolcarán al PP a placer

Todo indica que el caso de Soria se corresponde, una vez más, a esa forma en que los partidos recompensan en diferido a sus ilustres cuando abandonan voluntariamente la política o se ven forzados a dimitir. Más que una recompensa, es un pacto tácito, casi una regla de oro que hay que cumplir por una simple cuestión de incentivos; es decir, para tranquilizar no sólo al agraciado sino animar a los que puedan verse obligados en el futuro a seguir el mismo camino. De esta forma no sólo es posible conseguir que los que caen en desgracia se vayan sin hacer ruido, sino que, muy posiblemente, se guarden mucho de revelar cualquier confidencia, y de esta forma se mantenga el pacto de silencio por los siglos de los siglos. La maniobra es, pues, sencilla de ejecutar. Basta esperar el momento oportuno, a que el personaje lleve tiempo desaparecido de la política y fuera de los focos de la prensa. Entonces, se coloca al susodicho en éste o aquel organismo, nacional o extranjero (hoy parece preferible lo segundo, porque no está demás alegar que sale gratis total), y a vivir de la sopa boba, a razón de no menos de 200.000 euros, a ser posible libres de impuestos. Y aquí paz y después gloria. Así ha venido siendo, como en el caso Wert o Trillo, y así se esperaba que siguiera girando el carrusel, sin mayores sobresaltos ni disgustos.

Pero no pudo ser. Y es que hoy, en esta España del bloqueo y paso atrás, donde los jefes de los partidos andan a cara de perro, buscando a toda costa tanto la propia supervivencia como la defunción del rival, empieza a resultar más sencillo que un camello pase por el ojo de una aguja que recolocar a un exministro. Y sorprende la miopía de Mariano Rajoy, que con las elecciones gallegas y vascas a la vuelta de la esquina, ha consentido que los medios “enemigos” revolcarán al PP a placer, haciendo recibir al partido un castigo perfectamente evitable. Y es que la extraña concepción de la lealtad de Rajoy, ese empeño por demostrar que el PP actual no es más que él y su círculo íntimo, le lleva a cometer errores garrafales, a jugarse con demasiada frecuencia el todo por un "amigo", llegando incluso a sacrificar a quienes simplemente pasaban por ahí, como podría ser el caso en esta ocasión de Alberto Núñez Feijóo y el PP de Galicia. Como si Mariano, en un torpe entendimiento de aquel aserto de Montaigne, que decía: "Toda persona honrada prefiere perder el honor antes que la conciencia”, una cosa fuera el honor del PP y otra muy distinta las deudas que la conciencia de Rajoy tiene con todas y cada una de sus víctimas políticas, con todos aquellos hermanos de armas que ya no están mientras él, por el contrario, permanece. Sea como fuere, diríase que Mariano Rajoy confía tanto en que el centro-derecha le pertenece en exclusiva, que está dispuesto a forzar hasta el absurdo la paciencia del votante incondicional, regalándole de continuo motivos para la vergüenza. Será que, definitivamente, ha perdido el sentido de la realidad o, tal vez, simplemente la decencia.

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