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Editorial

Lo de la justicia española con China, un puro despropósito

Éramos pocos y un magistrado de la Audiencia Nacional ha tenido la ocurrencia de dictar una orden de detención contra el ex presidente chino Jiang Zemin y otros dignatarios de su Gobierno, por actuaciones presuntamente delictivas… ¡en el Tíbet! Como suena. Por increíble que pueda parecer, y con todos los respetos por la justicia y los derechos humanos, ha llegado la hora de asumir que el papel de España en el concierto internacional no es ni puede ser el de erigirse en procuradora de los parias de la tierra, arrogándose competencias que corresponden a instancias judiciales internacionales o, en su caso, a organizaciones supranacionales de defensa de los derechos humanos. La pusilanimidad no exenta de indolencia del Gobierno español, retrasando en demasía la revisión de la atribución de la justicia universal a los tribunales españoles, ha creado un problema diplomático con China tan considerable como poco conveniente para nuestros intereses, además de escasamente positivo a la hora de mejorar la imagen de España, francamente deteriorada en latitudes varias.

El problema de la violación de los derechos humanos y de los llamados crímenes contra la humanidad viene formando parte de la agenda internacional desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando las potencias vencedoras decidieron tipificar los delitos en esa materia cometidos por los jerarcas nazis, dando así un marco legal a los famosos Juicios de Nüremberg de 1946. La iniciativa, con todo, levantó una gran controversia jurídica y penal, que terminó saldándose a favor de la propuesta aliada, fundamentalmente porque las potencias vencedoras del conflicto impusieron su ley. La posterior creación del Tribunal de La Haya, con un historial plagado de altibajos, no ha evitado la proliferación de genocidios y violaciones de los derechos humanos. El problema para evitarlos se deriva de las dificultades para perseguir los delitos y juzgarlos en el orden internacional, asunto de eficacia más que discutible cuando no se dispone del arma de la coerción. Por eso, dicho tribunal viene realizando acciones, necesariamente selectivas, cuando recibe expresa o tácitamente el asentimiento de las grandes potencias. Si esto es así, y a las pruebas nos remitimos, parece claro que la iniciativa de un solo país, por muy fundada que esté e importante que sea, tiene mucho de brindis al sol.

Ni importantes ni ejemplares, seamos al menos prudentes

Sabemos que el papel de España en el concierto de las naciones no es otro que el de una potencia media aquejada de graves problemas políticos y económicos, necesitada de financiación e inversiones productivas del exterior, y carente de opciones o resortes de poder para permitirse según qué cosas. Nuestras credenciales en materia de derechos humanos, por otro lado, tienen claroscuros deslumbrantes, como los chilenos se encargaron de recordarnos cuando se produjo el intento de encausar a Pinochet de la mano del inefable Garzón. La pura realidad es que, casi 40 años después de la muerte de Franco, no hemos sido capaces de cerrar las dolorosas consecuencias de la Guerra Civil, y todavía tenemos que seguir oyendo las reclamaciones de familiares de republicanos enterrados en las cunetas y sus lamentos por la incuria aparente de tribunales y poderes públicos. El corolario es claro: si no somos importantes y menos aún ejemplares, seamos al menos prudentes.

China es una gran potencia en el actual orden internacional, como acredita su condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, con derecho de veto. En el terreno de las relaciones comerciales, y aunque nuestras importaciones de bienes y servicios de aquel país son tres veces superiores a nuestras exportaciones, el Gobierno de Pekín viene realizando cuantiosas inversiones en deuda pública española, contribuyendo de este modo a financiar nuestra economía y asentar la confianza en nuestro país. Son solo algunas de las razones que nos llevan a concluir que el entendimiento entre España y China debe prevalecer sobre otras cuestiones que, por muy beneméritas que sean, no nos corresponde dilucidar y mucho menos juzgar. Hagamos lo que esté en nuestra mano en los foros internacionales, entre ellos la Unión Europea, y no tratemos de practicar el quijotismo a costa de nuestro crédito e intereses nacionales, ya bastante quebrantados.

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