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Editorial

Traspaso en precario de la Corona

El príncipe Felipe junto al rey y el jefe de su Casa, Rafael Spottorno

La sesión del Congreso de los Diputados celebrada ayer sobre la abdicación del Rey respondió a las cortas expectativas derivadas de lo acontecido desde que el monarca comunicó al presidente del Consejo de Ministros su renuncia a la jefatura del Estado. El desconcierto, la improvisación y los intentos de yugular cualquier debate sobre el particular han dejado al Parlamento notablemente disminuido para pedir explicaciones y, en su caso, pronunciarse sobre las consecuencias de la abdicación. Tanto el formato de la sesión parlamentaria, decidido y controlado por los dos partidos mayoritarios, PP y PSOE, como las prisas por zanjar un asunto que al parecer incómoda incluso a los dos grandes valedores de la Monarquía, dieron como resultado una sesión del Congreso más bien anodina. Por su parte, quienes se declaran contrarios a la Institución monárquica o tienen dudas sobre su continuidad, tampoco se tomaron molestias especiales para dar brillo al acontecimiento y suscitar algún entusiasmo sobre sus planes. Un verdadero fiasco parlamentario, y un mal servicio a la democracia y al nuevo titular de la Corona.

El jefe del Ejecutivo se aferró en su discurso a una mera cuestión legal, con algunas concesiones laudatorias al Rey saliente y pequeñas pinceladas estereotipadas sobre la presunta preparación del sucesor. De cambios o reformas, nada de nada, lo que significa que está dispuesto a mantener su proverbial inmovilismo en el año y pico que resta de legislatura. Una actitud que no tiene explicación después de los mensajes lanzados por los españoles en las urnas del pasado 25 de mayo. ¿Es ese el valor que el PP y su Gobierno otorgan a las demandas ciudadanas? Mucho nos tememos que sí. El otro partido dinástico, el PSOE, dio una vez más muestra de la decrepitud que le acompaña y que le ha costado el abandono ostensible de gran parte de su electorado. Su republicanismo vergonzante, su apelación añeja a los pactos de 1978 y lo desvaído de las reformas sugeridas representan, junto al inmovilismo de su compañero de fatigas, el PP, un magro apoyo a la causa regeneradora que debería estar en el frontispicio de los que afirman ser los dos grandes partidos nacionales de España.

Felipe VI, condenado a abanderar las reformas

Las restantes minorías parlamentarias se desempeñaron en un tono discreto, tirando a bajo: los favorables, como es el caso de UPyD, no han sabido o no han querido distinguirse del tono gubernamental (por desgracia, a una Rosa Díez cada día más empeñada en camuflarse en el paisaje se le está yendo vivo este toro al corral), y los contrarios oscilaron entre los brindis republicanos, las estridencias chocarreras y las cantinelas segregadoras del nacionalismo irredento. Como suele ser costumbre, los grandes ausentes del debate fueron los españoles, preocupados por asuntos a los que sus diputados dedicaron y dedican escasa atención. Se ve que los males nacionales ya forman parte de su horizonte diario y deben seguir su curso, sin esperar demasiado de este Parlamento agónico que ayer ofreció una imagen particularmente pobre, a tono con el ocaso imparable del régimen de la Transición.

Hubiéramos deseado que del recinto de la soberanía popular salieran propuestas capaces de levantar el tono vital de una nación postrada y de un Estado deshilachado. No fue así y sólo resta esperar que el nuevo Rey, cuando sea proclamado, haga honor a las nuevas generaciones a las que representa y encuentre estímulos suficientes para, lejos del ejemplo ofrecido por su augusto padre y por los periclitados partidos dinásticos, superar el encefalograma plano de la política oficial y abrir un nuevo periodo histórico de prosperidad y convivencia en paz entre españoles. De su capacidad para impulsar las reformas, de su implicación a la hora de mejorar la paupérrima calidad de nuestra democracia, dependerá la continuidad o no de la institución monárquica que representa.

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