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Editorial

CGPJ: un reparto más y un incumplimiento nuevo

El reparto del pastel ocurrido en el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) esta semana ha acabado de un plumazo con las esperanzas, si alguna había, de quienes, a pesar de los pesares, seguían manteniendo una cierta confianza en la voluntad regeneradora de los amos del sistema. Fiasco total. El reparto de los montes ocurrido en el CGPJ, que se suma al realizado en el Tribunal Constitucional, revela a las claras que los partidos del régimen han optado por cerrar filas, más que nunca dispuestos a mantener contra viento y marea unas estructuras de poder que se caen de puro desacreditadas y obsoletas.

No estamos ante un problema ideológico o político entre derecha e izquierda, entre conservadores y socialistas: nos hallamos ante el reparto puro y duro del poder público, con el punto de mira puesto en el medro personal y partidario, sin más. Así ha sido durante décadas, aunque ahora, a medida que afloran las miserias y crece el descontento, se note más. Peor aún: a mayor descontento social, mayor descaro de los beneficiarios del poder. Y si para mantener el tinglado es preciso incorporar nuevos compañeros de viaje, como acaba de ocurrir con Izquierda Unida (IU), se incorporan, y hasta es muy posible que se invite a participar en el festín a quienes han quedado fuera del reparto, en el convencimiento, por desgracia seguramente acertado, de que nadie en este país está de verdad por el cambio político y la regeneración de las instituciones.

 Es de sobra conocido que nuestros partidos políticos están blindados por la Constitución y sus cúpulas protegidas por las leyes electorales. Ambas realidades se justificaron al inicio de la Transición por la necesidad de fortalecer las organizaciones democráticas y dotar de autoridad y estabilidad a sus dirigentes, ello hasta que la sociedad española fuese capaz de recuperar su mayoría de edad política. Las normas electorales eran provisionales, cierto, pero han transcurrido 35 años desde entonces y lo provisional no sólo se ha convertido en permanente, sino que ha pasado a formar parte del núcleo duro de la política española: las cúpulas de los partidos se han transformado en auténticas oligarquías que sin rubor han pervertido la democracia hasta trocarla en un sistema partitocrático con el objetivo puesto en el disfrute y preservación del poder. Ha ocurrido así que los partidos se han convertido en auténticas empresas de empleo de las que se despide a quienes se muestran díscolos con el que manda. Nada que ver con la democracia y sus principios, el primero de los cuales es la separación de poderes. 

Solemos llamar democracia a lo que no lo es 

En España nos hemos acostumbrado a hablar de democracia y a considerar normalidad democrática a algo que dista mucho de serlo, de la misma forma que solemos calificar de Estado de Derecho a lo que no pasa de ser un mero estado legal. Una parte creciente de la sociedad española ha ido tomando conciencia de la impostura, y cada día son más los que desde las filas de la llamada sociedad civil claman con insistencia por un cambio radical de la situación. La crisis ha acentuado ese clamor procedente hoy de todas las clases sociales, lo que ha obligado a quienes ejercen el poder o aspiran a ello a formular en sus programas toda una serie de promesas de cambio que el viento postelectoral suele barrer sin dejar rastro. Fue el caso del Partido Popular cuando concurrió a las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011, dos años nos contemplan, con el compromiso, entre otros, de cambiar el modelo de elección del órgano de gobierno de los jueces, para vigorizar la justicia y recuperar el crédito de los ciudadanos. El propio presidente del Gobierno así lo expresó en su discurso de investidura en las Cortes. 

A estas alturas, y cumplida la mitad de la legislatura, parece claro que los electores han sido burlados de nuevo, escarnecidos los ciudadanos por los incumplimientos de sus gobernantes y la depredación fiscal de que son objeto. No existen varitas mágicas capaces de barrer de un plumazo tan lamentable estado de cosas, y mucho menos cabe pensar en la vuelta al ruedo de viejos dinosaurios que a su hora tan iluminados como arrogantes se mostraron. Solo la voluntad democrática de la sociedad española logrará con su protesta cambiar las cosas. Protesta y confianza en el valor de la denuncia de estos comportamiento arteros. Protesta, confianza y movilización para hacer realidad cuanto antes ese proyecto de regeneración de la moral pública que España necesita, proyecto capaz de liberarnos del secuestro partitocrático al que estamos sometidos. 

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