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Opinión

Trump no es puta que ponga la cama

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

No hay ningún género de dudas de que Trump está es el centro de la diana. En la cumbre de la OTAN, celebrada la semana pasada en Londres, que tan magros resultados ha tenido, un vídeo capturó las bromas de varios dignatarios occidentales contra el líder de Estados Unidos. Los implicados eran el presidente de Canadá, el presidente de Francia, el primer ministro del Reino Unido y el primer ministro de Holanda.

La OTAN es una organización muy importante. Está destinada a proteger la civilización occidental de sus enemigos, fundamentalmente Rusia, y está financiada en su mayor parte por América, que desde que es dirigida por Trump ha puesto sobre la mesa la condición de gorrones del resto de los países miembros. De los 29 estados participantes hay 20, entre ellos España, que no cumplen con el compromiso de gastar al menos el 2% del PIB en Defensa.

Los progresistas que encabezan los gobiernos de todo signo que forman parte de la organización aducen que un compromiso presupuestario de ese calibre, pese a que fue sellado por todos, implicaría un esfuerzo financiero y social muy notable para las democracias que deben aplicarlo. Y que esto es muy difícil antes de que la OTAN se aclare. En parte, la OTAN se ha aclarado, a pesar de los magros resultados de la cumbre, gracias sobre todo a Trump.

El comunicado final de la reunión identifica como las mayores amenazas potenciales el comportamiento militar agresivo de Rusia así como el desarrollo armamentista chino, absolutamente opaco. A pesar de todo, Trump fue el objeto de las chanzas de todos los citados, hasta el punto de que el mandatario norteamericano, al tomar nota del desprecio, abandonó con urgencia el cónclave.

Macron y las pensiones

La pregunta relevante es de qué se reían estos políticos intrépidos. El señor Macron mide metro y medio, está casado con una señora 20 años mayor que Melanie, y ha sido incapaz hasta la fecha de levantar el país postrado que es hoy Francia. No ha logrado desembarazarse del envite de los chalecos amarillos, que han sembrado el pánico recurrentemente en los magnos Campos Elíseos, padece una inmigración violenta y perniciosa y está por ver que pueda sacar adelante la reforma de las pensiones, que ha levantado la nación en armas.

Justin Trudeau, el presidente de Canadá, es un perfecto imbécil que se rebajó a pedir perdón a sus ciudadanos por haberse pintado la cara de negro disfrazado de Aladino en sus años mozos, como el representante más genuino del pensamiento políticamente correcto que es. Boris Johnson, sin duda el más brillante de los tres, es al mismo tiempo un embustero compulsivo que engañó a sus compatriotas con motivo del Brexit y que ahora no encuentra salida al atolladero. El más cuerdo de todos es sin duda Trump. Sí. Ya sé. Es un hortera, es un excéntrico, es un extravagante, es un provocador irredento, es un personaje poco corriente. Pero es el presidente que eligieron los americanos frente a la maléfica Hillary Clinton. Es el que más paga en la OTAN, el que tiene más derecho que los demás a definir las prioridades y el que en ningún caso se merece un acto de descortesía como el que tuvo lugar la semana pasada. Como dicen en mi pueblo, no está dispuesto, además de ser la puta, a poner la cama.

Para un liberal como es mi caso, no resulta fácil defender a Trump. Soy de los que piensa que el libre comercio y que la apertura han sido el fundamento del progreso de la humanidad y la mejor forma de reducir la pobreza y el hambre. Detesto el proteccionismo. Me parece que conduce a una regresión de los estándares de vida de los que venimos disfrutando. Pero quizá no todo es lo que parece.

El 87% de los bienes pirateados que se han confiscado en los Estados Unidos proviene de China, y el 70% del software utilizado en China está robado a los Estados Unidos

El año pasado, siendo director de Actualidad Económica, le encargué un trabajo al prestigioso economista Daniel Lacalle sobre la política ‘trumpista’ que me resultó aleccionador. En su opinión, la disputa comercial entre Estados Unidos y China no es una guerra comercia al uso; es una negociación entre el mayor consumidor (América) y su principal suministrador (China), y esta es la óptica desde la que hemos de observar el conflicto. El primero exige que se le trate de manera preferencial y aprieta lo que puede al proveedor. Además, China es una de las naciones más cerradas del planeta. No solo alienta el proteccionismo a través de sus empresas estatales ineficientes, que pueden vender sus excedentes de capacidad a bajo precio distorsionando el mercado mundial, sino que no respeta la propiedad intelectual y se ha dedicado a robar sistemáticamente a los demás. El 87% de los bienes pirateados confiscados en Estados Unidos proviene de China, y el 70% del software utilizado en China está robado a los Estados Unidos. Esta manera artera y vil de proceder es lo que hace posible que China tenga superávit comercial o que el PIB crezca más del doble de lo que le correspondería en condiciones normales.

Casi todos estamos de acuerdo en que el mercantilismo estatista y el proteccionismo comercial de China no se deberían combatir con aranceles, pero esta teoría sólo sería impecable y daría resultado en un mercado abierto, y China es lo más alejado de un mercado abierto. Es un país que utiliza todos los medios a su alcance para ahogar a los competidores globales y suplantarlos. Los controles de capitales que mantiene el Gobierno de Pekín, así como la intervención sobre su moneda el yuan, unidos a un poder judicial completamente dependiente del poder político, hacen de China una dictadura mercantilista que hay que combatir a toda costa.

Trump, o más bien sus políticas, ha conseguido que los Estados Unidos estén técnicamente en pleno empleo

Por eso me cae muy bien Trump. Porque ha sido el primer presidente de la historia de Estados Unidos en percatarse del desafío chino, no en el mercado abierto sino empleando todas las malas artes posibles, y el primero en tratar de ponerle freno. Hace siglos que China juega con las cartas marcadas, todos lo sabemos, pero ha sido el hortera de Trump el primero en abordar el problema sin ninguna clase de complejo.

Como a Daniel Lacalle, me parece que el primero que sabe que los aranceles son una mala idea a medio plazo es el propio Trump, pero también que pueden ser una buena idea, o una buena táctica, para forzar a China y a otros países a impulsar las reformas que se niegan a llevar a cabo esos que hacen chanzas a su cuenta pero que tienen pocos motivos para enorgullecerse, como Trudeau, Macron o Johnson. A pesar del asedio que soporta a cargo de la poderosa prensa progre, con el New York Times y la CNN a la cabeza, más el histérico premio Nobel de Economía Krugman, que le profesa un odio demoníaco, lo cierto es que Trump, o más bien sus políticas, han conseguido que el país esté técnicamente en pleno empleo, y que de esta enorme inyección de bienestar sean precisamente las minorías en situación más precaria las principalmente beneficiadas.

Procedimiento de impeachment

Como es de todos conocido, Trump está sometido en estos momentos a un procedimiento de destitución legal o 'impeachment' por la única razón de que los demócratas del nocivo Obama, de la maléfica Clinton y de la perversa Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes, no lo soportan. No soportan su éxito y mucho menos sus extravagancias. Les pasa igual que a la progresía planetaria mundial, que al Papa Francisco, que tiene la desvergüenza de comparar en sus conversaciones privadas a Trump con el rey Herodes, al tiempo que protege con su silencio a todos los sátrapas de América Latina así como a los movimientos subversivos, revolucionarios e incendiarios de iglesias que los alientan, y que a la izquierda española, abanderada por Javier Bardem, el jeta más preclaro de la historia nacional, el más soez, el más ingrato, el más maleducado, ese gran actor que el pasado sábado se atrevió a llamar a Trump estúpido, igual que al alcalde de Madrid, y que luego no tuvo los santos cojones de sostener el insulto. 

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