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Opinión

De la igualdad salarial o de cómo amargar la vida de la empresa

El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, conversa con el líder de Unidos Podemos, Pablo Iglesias

Vivimos tiempos difíciles. Muchos años después de la caída del bloque soviético que supuso el fin de la utopía comunista, aquella que negaba la propiedad privada y dejaba los medios de producción en manos del Estado para que se encargara de distribuir los bienes de manera equitativa y según la miseria de cada uno, el mundo de la empresa, por no hablar del capitalismo, atraviesa en España por uno de esos momentos críticos en que parece jugarse su futuro a una carta. El empresario es visto como un sujeto digno de toda sospecha –el público en general-, como alguien a quien hay que freír a impuestos –el reyezuelo Montoro con el v/b de su jefe-, o como algo intrínsecamente perverso que merece vivir en perpetuo asedio hasta su total extinción –la izquierda española al unísono-. Nadie defiende hoy a las empresas, y menos que nadie el Gobierno Rajoy; nadie promociona el emprendimiento; nadie valora la importancia de crear riqueza como única forma sostenible de reducir la aún escandalosa tasa de paro. El empresario es un ladrón por principio, de modo que crear hoy empleo en España es más propio de masoquistas que de gente dispuesta a vivir y prosperar con un cierto grado de confortabilidad.

La última amenaza que se cierne sobre la empresa acaba de dar la cara este jueves con la aprobación, en el Congreso de los Diputados, de una tal ley de igualdad retributiva o salarial que, planteada por Unidos Podemos, ha contado con el respaldo de todos los grupos, incluido el sorprendente Ciudadanos, y la abstención del PP. La iniciativa, un atentado a la libertad de empresa y la autonomía del empresario en la toma de decisiones que son de su competencia, implicaría cambios en el Estatuto de los Trabajadores, la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público, la Ley General de la Seguridad Social, y la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social. Defendida por la portavoz Irene Montero (o Montera), el proyecto de Podemos rivaliza con otro de idéntico tenor presentado por el PSOE, hasta el punto de que los Pablemos, muy ofendidos, han acusado a las huestes de Pedro Sánchez de haberles “copiado”. Se trata de ver quien queda primero en la feria de las vanidades del populismo rampante.

Las diferencias salariales entre hombres y mujeres que pueden darse en una empresa a menudo nada tienen que ver con la discriminación y sí con acercamientos cualitativos distintos al puesto de trabajo"

La iniciativa podemita establece que los representantes de los trabajadores tendrán derecho a “tener información en sus nóminas de la retribución media y mediana abonada en la empresa, desglosada por sexo y en atención a la clasificación profesional”, obligación que afectará también a las Administraciones Públicas. Impone a las empresas la realización de auditorías salariales que deberán contener una “evaluación adecuada de los puestos de trabajo, análisis, diagnóstico, actuaciones concretas y monitorización”, con sanciones que en caso de incumplimiento podrían rozar los 200.000 euros. Tanto PSOE como Podemos coinciden en apreciar la concurrencia de “discriminación retributiva, cuando exista una diferencia salarial entre hombres y mujeres superior al 20%”. El proyecto reclama la creación de “unidades especiales” de inspección de trabajo en materia de igualdad de género en cada provincia, fija una serie de “infracciones graves”, y obliga a crear un registro del horario laboral para contabilizar las horas extraordinarias. El trabajador a tiempo parcial, supuestamente ocupado en su mayoría por mujeres, tendrá los mismos derechos que el de tiempo completo. También contempla la creación de una “Dirección General para la Igualdad Retributiva” dentro de la secretaría de Estado de servicios sociales. Entre otras cosas.

Se entiende que la alarma provocada por este proyecto descabellado haya prendido como la pólvora en un mundo empresarial acostumbrado al maltrato social y político, no digamos ya el fiscal, pero que nunca como ahora había tenido que lidiar con una ola de populismo que parece anegarlo todo. Se trata de una iniciativa cargada de apriorismos, falsos supuestos y verdades sin contrastar que, como primera providencia, obligaría a distinguir entre diferencia salarial y discriminación salarial, dos conceptos distintos que se suelen confundir en el fragor del debate. Las diferencias salariales entre hombres y mujeres que pueden darse en una empresa a menudo nada tienen que ver con la discriminación y sí con acercamientos cualitativos distintos al puesto de trabajo. Hay mujeres que quieren menos horas, menos exigencia, menos compromiso; que plantean otra forma de relación laboral, otro tipo de implicación con la empresa, sea por los motivos que sean, desde familiares a simplemente vitales o existenciales, y que por tanto tienen otro salario. Hay quien sostiene que en un 90% de los casos, las diferencias salariales tienen esa explicación cualitativa en nada relacionada con la discriminación.

De nuevo un problema de libertades básicas

Por supuesto que la discriminación salarial, a igualdad de desempeño en la empresa, existe y es intolerable, debiendo ser perseguida, pero buena parte del discurso feminista al uso da por sentado que cualquier diferencia salarial hombre-mujer encubre o delata una discriminación por razón de sexo, lo cual es falso. El proyecto someramente relatado arriba supondría imponer a las empresas una carga burocrática suplementaria que, si bien la gran empresa estaría en condiciones de asumir con esfuerzo, para la pyme podría significar un estrés suplementario, con los costes añadidos de rigor, imposible de afrontar sin poner en riesgo su viabilidad. Estamos hablando de cambios que, además de meter a los sindicatos en la cocina de decisiones que competen en exclusiva al empresario –nadie mejor que él sabe que el talento, sea de hombre o de mujer, hay que pagarlo adecuadamente-, acabarían teniendo su correlato final en el aumento de los litigios, el incremento de los costes empresariales y, en definitiva, en la pérdida de competitividad. Ello en un momento en que los países de nuestro entorno, véase la Francia de Macron, tienden a recortar drásticamente la burocracia y a aligerar los costes empresariales para reforzar la competitividad y acelerar el crecimiento.

Existe, desde luego, otra aproximación al problema que tiene que ver con la libertad, ese “delicado fruto de una civilización madura” que dijo Lord Acton, y que es palabra hoy refugiada en las catacumbas en esta España arramblada por la demagogia populista. Es el principio de libertad empresarial lo que buena parte de la clase política está dispuesta a sacrificar en aras de la discriminación positiva. Si el dueño de una empresa decide pagar más a un hombre que a una mujer, y si esa diferencia implica, a igualdad de rendimiento, una condenable discriminación por razón de sexo, difícilmente esa injusticia podrá resolverse echando mano de una ley, matando moscas a cañonazos, porque el empresario machista, que los hay, intentará defenderse simplemente dejando de contratar mujeres. Imponer la igualdad salarial por decreto podría terminar, por eso, perjudicando al empleo femenino. El discurso del género, cargado de apriorismos, terminaría así perjudicando a las mujeres, sencillamente porque proyectos como el presentado esta semana en el Congreso van a hacer más difícil la vida de las empresas, forzando a no pocos empresarios, no necesariamente machistas, a defenderse contratando a menos mujeres.

Estamos regresando a la sociedad tribal donde la igualdad ante la ley desaparece arrollada por la impronta de unos derechos colectivos que varían en función del grupo al que cada uno pertenece. Es el intento de establecer una sociedad de cuotas, en la que el ser humano no se define por su individualidad (la voluntad de ser responsable de uno mismo), por los valores que atesora, la educación que ha recibido, su disposición al esfuerzo, etc., sino por su pertenencia a un determinado colectivo, a un grupo, a una tribu. Es la disolución de la democracia liberal, uno de cuyos principios es la libertad de empresa, dispuesta, en ausencia de empresarios golfos, que los hay, a remunerar el trabajo en función del mérito y no del género.

Abocados a un igualitarismo chato

Estamos abocados a un igualitarismo chato, de todo punto inaceptable, que hace añicos postulados básicos en los que se ha asentado el progreso del género humano. Vayamos a Tocqueville: “En el horizonte se alza un poder inmenso y tutelar […] Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ésta, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad adulta, cuando en realidad no persigue sino mantenerlos irremediablemente en la infancia”. Es la libertad del empresario para contratar a cambio de una remuneración que considere ajustada al umbral de productividad del trabajador, una libertad que tiene su contraparte en el derecho del trabajador a abandonar la empresa que no satisface sus expectativas y a buscar el empleo que mejor reconozca sus capacidades. Es la dictadura de la corrección política, convertida en una amenaza seria para la libertad y en instrumento de control de la autonomía empresarial. El peligro en puertas es que esa dictadura imponga no tardando mucho la obligación de contratar igual número de hombres que de mujeres y pagar a ambos por igual, hagan bien, mal o regular su trabajo. Un mundo esquizofrénico. Un disparate.

El vigor del espíritu de empresa, que nunca ha gozado de mucha salud por estos pagos, es muy débil en un país castigado en los últimos tiempos por la combinación de estatismo rancio y populismo a palo seco. Al contrario de lo que ahora mismo ocurre en la Francia de Macron, los Gobiernos de la democracia, sean PSOE o PP, nunca se han atrevido a defender la actividad empresarial y la propia empresa como fuente inapelable de creación de riqueza y bienestar social, una realidad que, unida a la existencia de unos sindicatos impregnados de marxismo hasta las entretelas –también al revés de lo que ocurre con los sindicatos de la mayoría de los países de la UE- da como resultado un entorno social refractario a la empresa, enemigo de la empresa en muchos casos. Este es un país de estultos bocazas con escaño en el Congreso que creen que los españoles van a vivir mejor haciendo la vida más difícil a las empresas cuando no sencillamente acabando con ellas. ¿Hay alguien ahí fuera con algo de sentido común?

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