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Opinión

Que Dios bendiga España (y nos pille confesados)

Encuesta NC Report

Valor esencial de nuestra democracia, junto a  la libertad, la justicia y la igualdad, es el pluralismo político. Pero aunque no lo diga nuestra Carta Magna de manera expresa, la estabilidad de los gobiernos parlamentarios es algo deseable. Y ello sólo se consigue con mayorías rotundas en las urnas. Muy pocas veces las ha habido en España en los cuarenta años de democracia. Dos tuvo el PSOE (1982 y 1986) y otras dos el Partido Popular (2000 y 2011). En total 4 de las 12 legislaturas habidas bajo la Constitución de 1978.

Es indiscutible que una excesiva fragmentación política de una sociedad democrática conduce a gobiernos débiles. En tal caso, las minorías parlamentarias desleales al régimen constitucional y cuyo objetivo último es la deconstrucción de España, hacen su agosto. En las tres últimas décadas hemos padecido un bipartidismo imperfecto. La necesidad de pactar con los nacionalistas ha sido la causa de la dislocación del Estado de las autonomías porque se fue oscureciendo paulatinamente el espíritu de la Transición.

El populismo alejado del centro político no habría irrumpido si el PSOE no se hubiera dado la mano con Podemos para dinamitar los valores de la Transición

El caso más paradigmático es el de Jordi Pujol. Desde 1978 hasta 2003 hizo doble juego. En Madrid encandilaba a la clase política con solemnes muestras de españolismo. Llegó a recibir en 1984 el título de “Español del año” otorgado por el diario ABC. Todavía resonaba el eco de sus palabras en las Cortes constituyentes al justificar el voto afirmativo de la Minoría catalana a la Constitución, porque alumbraba un Estado “equilibrado” y “fuerte”, en el sentido de “la eficacia” y “la capacidad de servicio”, “de su seguridad y del bienestar físico y moral de sus ciudadanos, del orden y de la justicia”. Pero tras su llegada al Palau de San Jaime impuso  un férreo control de la educación, de la cultura y de los medios de comunicación, mientras su apoyo a los gobiernos de turno tenía como precio  la dejación de sus competencias constitucionales. La alta inspección en materia educativa hizo mutis por el foro. También en el País Vasco. Los dirigentes nacionalistas conseguían arrancar concesiones regadas con ingentes cantidades de dinero so pretexto de que eran imprescindibles para acabar con ETA y lograr la paz, mientras les alentaban a sacudir el árbol para recoger las nueces.

Pues bien, si el bipartidismo no ha garantizado gobiernos sólidos, menos lo hará el pluripartidismo gestado en los últimos años. Su primera consecuencia ha sido la división de la sociedad en “derechas” e “izquierdas”, terminología que nos retrotrae a épocas pasadas donde la fuerza bruta acabó por imponerse a la razón. El militante de izquierdas cree, como si fuera dogma de fe, que todo miembro de la derecha, por el mero hecho de serlo, es un redomado fascista.

Las encuestas, manipuladas o no, vaticinan el triunfo socialista pero muy por debajo de la mayoría absoluta. Necesitarán el apoyo de la extrema izquierda y antisistema del populismo bolivariano y de la amalgama de extremistas de la izquierda independentista. Les hará falta además contar con la burguesía nacionalista vasca y catalana. En el otro lado, las encuestas pronostican que los “populares” serán la primera fuerza de las “derechas”, pero no podrán formar gobierno, salvo que una mayoría de escaños permita una solución a la andaluza, algo difícil por la irrupción del pluripartidismo.

Tampoco me gusta el populismo tóxico de la derecha extrema, que si pudiera reimplantaría el Estado centralista, lo que generaría una gran convulsión

No me gustan los populismos. Los considero tóxicos para la convivencia democrática. Los de la derecha extrema, si pudieran, reimplantarían el Estado centralista, lo que generaría una gran convulsión. No comparten la idea de la España plural que el pueblo español refrendó en 1978. El desafío separatista no es consecuencia del Estado de las autonomías, porque contra el centralismo los separatistas vivirían mejor al poder representar mejor su papel de víctimas de un Estado opresor. Tampoco disfruto de histriónicas demostraciones de amor a España. Ni las creo necesarias para expresar el orgullo de pertenecer a una comunidad milenaria, Navarra, cuya principal seña de identidad es el Fuero como expresión de la libertad colectiva del pueblo navarro.  

Nadie tiene derecho a hablar como si fuera el  único depositario de la voluntad popular o el salvador de la Patria, como tampoco para imponer un régimen totalitario para acabar con el capitalismo opresor. Ahora bien, el populismo alejado del centro político no hubiera irrumpido si el PSOE no se hubiera dado la mano con Podemos para dinamitar los valores de la transición a la democracia y los pilares de la Constitución de 1978. Mientras el populismo de derechas no pasa de arengas patrióticas para la reconquista simbólica de España, los populistas de izquierdas, sedicentes demócratas, y los secesionistas  protagonizan bochornosos actos de violencia e intolerancia acusando a sus adversarios de provocadores fascistas por tener la ingenuidad de creer que la calle es de todos.

El socialismo debería reflexionar que no se puede poner una vela a Dios y otra al diablo. O se está con la Constitución o se está contra la Constitución. Ante esta situación tan preocupante los ciudadanos de a pie poco podemos hacer salvo por supuesto votar y los que seamos creyentes rezar por la paz y la convivencia democrática. Y como estamos en Semana Santa no me resisto a poner punto final a este artículo parafraseando el modo en que los presidentes norteamericanos, republicanos o demócratas, finalizan sus discursos: Que Dios bendiga a España (y nos pille confesados).

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