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Opinión

Diccionario parlamentario

Pedro Sánchez, en el Congreso.

Miércoles 3 de junio, día 81 del estado de alarma. En casa era posible, pero en la redacción es más complicado saltarse los plenos del Congreso. El de esta semana se celebra para prorrogar por sexta vez la excepcionalidad que permite al Gobierno actuar como mando único tras la crisis sanitaria desatada por la expansión del coronavirus en España. Cada intervención mejora a la baja la de la semana anterior. Ese fue el primer acto. Luego, en función mantiné, capítulo dedicado al control. 

Si la sesión pasada fue la de las marquesas, terroristas y demás esperpentos, esta continuó el efecto declinación: las mismas palabras, que resuenan en el parlamento arrancadas de todo sentido en la boca de quienes las usan. Esa sensación de vaciado es democrática, la padecen los populares, socialistas, soberanistas, nacionalistas y hasta los que ahora se definen liberales presentan la sintomatología del diccionario parlamentario, ese legajo de improperios que sus señorías recitan sin brillo ni ingenio. Un debate sin pies ni cabeza. 

A las tres y cuarto de la tarde, mientras el presidente de Gobierno remata la faena de la prórroga, cumplo cerca de cuatro horas de escucha ininterrumpida. En ese tiempo se me han caído dos entrevistas telefónicas y se acumulan, en mi bandeja de mensajes, una decena de correos por contestar. En mi escritorio se amontonan también una veintena de palabras, todas ellas gruesas y pesadas. Se trata de adjetivos, sustantivos e hipérboles que aporrean el lenguaje y con las que puede hacerse una antología de las pocas luces.

Entre réplica y réplica se puede encuadernar por tomos una democracia que parece haber perdido no ya las palabras, sino las ideas

Fascista, franquista, terrorista, mentira, irresponsable, insolidario, etarra, batasuno, guerra civil, progresista, feminista, mentiroso, populista, autoritario, asesino, déspota, policía patriótica… Si las ordenáramos alfabéticamente, pondríamos algo de orden en el lenguaje séptico de los portavoces. Algunos se creen que van a caballo y otros camorrean al mismo tiempo que reparten carnets de feminismo y democracia. El pleno de la marmota, como dijo la señora Borrás antes de abofetear a Sánchez por su uso de las palabras. El problema no es que cada semana parezca el mismo pleno, lo grave es que a los ciudadanos eso deje de importarles.

Casi todos los diputados citan de oídas, desde Casado, que evoca a Shakespeare ceremonioso y con modos de no haberlo leído nunca, hasta Pedro Sánchez, que ensaya introspección poco antes de mandarse una de desprecio con la oposición y sumisión con unos socios que venden cara la piel. Versado en el plagio y la lira, Sánchez saca brillo a su gusto por el relato y la fábula con el tema Marlaska, el 8-M, Fernando Simón y lo que haga falta. Entre réplica y réplica se puede encuadernar por tomos una democracia que parece haber perdido no ya las palabras, sino las ideas.

Como esto siga así, los hombres y mujeres de España, enfrascados en sus propios hundimientos, acabarán por bajar por completo el volumen del hundimiento nacional que se retransmite desde la carrera de San Jerónimo cada miércoles de la semana. Se empeñan sus representantes políticos en confinarse en la insignificancia o quedarse a vivir en los curules de un país que sólo existe en sus cabezas. Porque el que existe más allá de ellas dista mucho del que en verdad ha quedado de todo esto. Una España exhausta, desahuciada de lo complejo y condenada a perder, incluso, hasta sus palabras.

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