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Opinión

Lecciones en el Día del Padre más auténtico

Como el 19 de marzo se homenajea a los padres por su importancia en la educación de los niños, nada mejor que 24 horas al día junto a ellos. El coronavirus también es una oportunidad para aprender

Imagen de un hijo en brazos de su padre.

Es una sana tradición, y no inventada por El Corte Inglés, que en el Día del Padre los hijos y las parejas hagan regalos a sus progenitores. Felipe VI se adelantó varias horas a la festividad de San José y regaló a Juan Carlos I el silencio sobre las cuentas en Suiza, el dinero de Arabia Saudí y la famosa herencia. Asimismo es costumbre que las familias se reúnan para degustar una suculenta comida —todo lo celebramos igual—. Pero en esta ocasión el confinamiento impidió los regalos y las comidas para la mayoría

Estamos en un período sin parangón, delirante, donde lo insólito aparece como normal y nuestros hábitos se convierten en quimeras. Desde ese punto de vista, a priori este quinto día de encierro fue el Día del Padre menos tradicional en mucho tiempo. Así lo vivieron millones de abuelos, grandes paganos de todo este lío, que no pudieron reunirse con sus hijos ni recibir obsequio alguno. 

Sin embargo, y aunque parezca contradictorio, también fue el Día del Padre más auténtico para muchos hombres de mediana edad con hijos menores. O sea, para los padres enclaustrados con su familia. Si rebobinamos la Historia y tenemos en cuenta que, según nuestra tradición católica, lo que se celebra el 19 de marzo es el homenaje a los padres por su importancia en la educación de los niños y por su papel de buenos esposos, nada mejor que 24 horas al día de compañía obligatoria con la esposa y los pequeños.   

Así, este pérfido coronavirus que casi todo lo deforma y envenena procuró a esos padres, entre ellos un servidor, la oportunidad perfecta para demostrar lo maravillosos que son. Más que una oportunidad, era un desafío. Cada uno sabrá si consiguió superar el reto evidenciando sus habilidades como progenitor o si, por el contrario, cayó derrotado por esa desesperación que llega cuando has jugado a diecisiete cosas distintas, el niño te pide "más" y ya nada se te ocurre para contentarlo. Pero estoy seguro de que cada padre enclaustrado sacó algunas lecciones únicas e intransferibles de este día, tengan o no que ver con la paternidad, porque gracias al virus no paramos de aprender sobre nosotros mismos. Yo saqué varias. 

La primera lección que saqué de este anómalo Día del Padre es que es un error mayúsculo participar en esos juegos colectivos que llegan por Whatsapp. Lo digo porque empecé la jornada enfrascado en dos tareas propias de estos días surrealistas: una era cumplir con el reto que llegó en el chat de mis más viejos amigos y que consistía en darle diez toques a un rollo de papel higiénico; la otra era hacer el bizcocho de zanahoria con el que quería celebrar el festivo. Lo primero salió fatal y lo segundo salió a las mil maravillas. Así que les recomiendo que, si tienen que elegir, se olviden de esos juegos y se atrevan con la repostería. 

En segundo lugar, aprendí que la solidaridad de estos días también tiene su precio. Por la mañana, tras dos horas jugando con el retoño a cosas que no podrían imaginar, justo cuando estaba deseando zambullirme en un libro al menos durante unos minutos, mi pareja se puso samaritana y su regalo para mí consistió en ponerse a trabajar pese a que era un día festivo. Se conectó para resolver dudas a sus alumnos, lo que evidentemente era un ardid para desconectar de pareja e hijo durante una hora y media.  

La tercera lección no era nueva, pero volví a confirmarla. Ya saben, aquello de que el hombre, sea padre o no lo sea, es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Porque, pertinaz en mi error, volví a bajar a por el pan en busca de paz y lo único que hallé fue guerra. Por increíble que les pueda parecer y por poco que les pueda importar, en la cola volví a toparme con la señora enfurecida por las circunstancias que, nada más verme, espetó: "Qué desastre, esto no tiene ni pies ni cabeza". 

Por último, extraje una concreta lección del confinamiento que me devuelve la confianza en el ser humano. Algunos compatriotas, en el colmo del delirio, habían pedido que a las siete de la tarde saliéramos al balcón para cantar al alimón con los vecinos aquello de "Hola, don Pepito; hola, don José". Estuve atento en la ventana, por si acaso. Y afortunadamente nadie salió a hacerlo. La locura colectiva tiene sus límites.   

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