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Opinión

Desprecio de las formas; insulto a los ciudadanos

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su comparecencia posterior al Consejo Europeo.

Siempre se ha dicho que en democracia la forma es el fondo, y hay pocas dudas de la exactitud del aserto en la mayoría de los casos en los que una y otra variable han entrado en conflicto. Hasta ahora, forma y fondo han convivido en un equilibrio no exento de tensiones, pero han convivido. Y lo siguen haciendo en no pocos lugares en los que los protocolos que modulan el ejercicio de la política son religiosamente respetados por sus principales intérpretes.

Así ocurre allá donde la democracia hace mucho tiempo que arraigó (Reino Unido, a pesar de todo); o en países, véase los nórdicos, en los que el respeto a los derechos del ciudadano es una regla sagrada que ningún gobernante osa menospreciar. Hace apenas unos días, sin ir más lejos, los socialdemócratas daneses lograban formar gobierno -en minoría- después de “tres semanas de intensas negociaciones” dirigidas por la ya primera ministra, Mette Frederiksen, y de soportar duras críticas por el vacío de poder al que la falta de acuerdos políticos había conducido al país.

Cuando el próximo lunes 22 de julio Pedro Sánchez suba a la tribuna del Congreso y solicite el voto de sus señorías para ser investido presidente del Gobierno, habrán transcurrido tres meses, ni más ni menos, desde las últimas elecciones generales, y sin que el candidato designado por el jefe del Estado haya hecho el menor esfuerzo por poner fin a la situación de bloqueo que arrastra el país.

En estos tres meses, Sánchez ha actuado más como propietario que como gobernante en funciones; como si de terreno conquistado se tratara

Movido por el exclusivo propósito de abaratar la investidura y transferir a sus adversarios la responsabilidad del desgobierno, Sánchez, en un intolerable ejercicio de desprecio a los electores, ha utilizado las más peregrinas excusas para estirar el calendario en favor de sus particulares intereses, anteponiendo estos, una vez más, a los generales del país.

Desgraciadamente, el patético episodio (Made in Gila) de la comunicación telefónica de la fecha de la sesión de investidura, protagonizado por Sánchez en connivencia con la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, es sólo la penúltima muestra de la naturaleza de un político cuya soberbia y altanería hace tiempo que dejaron de ser un simple rumor.

Ya tuvimos ocasión de comprobar sus elevadas miras cuando, al poco de haberse cerrado el escrutinio del 28-A, el presidente en funciones citó a sus oponentes en Moncloa a una primera ronda de consultas, menospreciando el papel institucional de Felipe VI y haciendo un uso impropio de dependencias oficiales.

En estos tres meses, Pedro Sánchez ha actuado más como propietario que como gobernante. Como si de terreno conquistado se tratara, lo que desde el Palacio de la Moncloa se planifica no es una estrategia que conduzca a favorecer la estabilidad política que el país necesita con urgencia. No, a lo que en estos casi 90 días han dedicado sus mayores esfuerzos los altos cargos de la Presidencia del Gobierno, cuyos sueldos pagamos todos, no es a proponer un plan que saque al país de la compleja situación en la que se encuentra, sino a poner contra la espada y la pared al adversario político, y a allanar el camino hacia la continuidad en el poder del líder socialista.

Y lo peor de todo es que todavía hay quienes justifican tanta desvergüenza.

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