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Opinión

Hablemos en serio sobre desigualdad

Oficina del INEM

“El problema no es la desigualdad, es la pobreza”. ¡Cuántas veces habremos oído esta frase proveniente de sectores más o menos respetables del liberalismo, y muchas más desde el ultraliberalismo! Cuando surge el debate sobre la desigualdad, no falta nunca quien acude a este con tal frase para trazar una línea que señala el fin de toda discusión. No hay debate posible cuando se niega vehementemente la mayor. Sin relación entre ambas y marcando claramente cuál de las dos es más importante, el asunto queda visto para sentencia. Nada más.

Sin embargo, la dicotomía planteada por esta afirmación es obviamente interesada (aunque quienes la enarbolen estén absolutamente convencidos de ella), a la par que cándida, inocente, naif. En cuanto al interés, esta busca justificar la que es quizás una de las propuestas que aparece en el escudo de armas de esta corriente de pensamiento económico: la necesidad de un estado “mínimo”. En segundo lugar, como a la pobreza se le combate mediante la creación de riqueza, solo el crecimiento económico importa y, para favorecerlo, solo el respeto a un mercado libre y a su pilar más básico, la propiedad privada inalienable, ayudarían a erradicarla. La encrucijada donde se cruzan ambas ideas es de todos conocida, la de “todo impuesto es innecesario” o, como leí hace unos días, “todo impuesto es un robo injustificado”. En cuanto a la candidez, solo se me ocurren varias opciones que podrían en aprietos a quienes firman tal afirmación. Luego les cuento una.

Antes de explicar por qué es una falsa dicotomía dispuesta a justificar unos planteamientos económicos muy definidos, debemos considerar estos argumentos de forma aislada. A pesar de que el análisis argumental en su conjunto es profundamente simplista, de forma aislada, algunas de las cuestiones implícitas en el mismo no pueden ser despreciadas.

Pobreza y crecimiento económico

En primer lugar sería un error profundo afirmar que a la pobreza no se la combate con el crecimiento económico. Aceptamos que el crecimiento reduce la pobreza y que, sobre todo, las recetas que favorezcan dicho crecimiento permitirán reducir el número de familias y personas que viven con severas dificultades económicas. A esto se le podrá poner todos los matices más o menos barrocos que queramos, pero en la base profunda de tal la afirmación siempre estaremos de acuerdo. Es más, que el crecimiento reduce la pobreza es una afirmación con suficiente evidencia empírica. La misma historia lo avala.

La libertad de creación de empresas, la defensa de la propiedad privada y del desarrollo de su potencialidad es una base indiscutible del crecimiento. Imposible rechazar este punto

En segundo lugar, tampoco es posible rechazar que la libertad de mercado favorece el crecimiento. Creo que pocos dudamos de esto. Si quieres impulsar el crecimiento económico debes crear los incentivos para ello. Hay muchísima evidencia que muestra cómo las instituciones sociales y políticas que favorecen esta libertad dieron en su momento con metamorfosis político-sociales y económicas favorecedoras de un mayor bienestar. Así pues, la libertad de creación de empresas, la defensa de la propiedad privada y del desarrollo de su potencialidad es una base indiscutible del crecimiento. Por lo tanto, tampoco es factible rechazar este punto. Si el crecimiento reduce la pobreza y los mercados eficientes favorecen el crecimiento, la relación (inversa) entre mercados libres y pobreza es evidente.

Hasta aquí todo correcto. Pero quedarnos en este punto sería, simplemente, simplificar demasiado. Apuntar al crecimiento como único causante de la reducción de la pobreza mientras se obvian que los fallos del mercado y la desigual distribución de oportunidades y riqueza condicionan esta relación nos llevan a que este modelo y tal afirmación se conviertan en una simple caricatura de la realidad. Además, la relación entre crecimiento, pobreza y desigualdad está profundamente condicionada a las características de las instituciones y los niveles previos de desarrollo de los países, por lo que no es factible una generalización burda y sin aristas. No, hay que trabajar más el análisis. Este tipo de argumentario construido con líneas tan gruesas es como el decorado de una película: pensamos que lo que vemos es real, pero en verdad estamos ante algo de postín que se desmorona en cuanto cruzamos la puerta.

Capacidad de consumo

Para empezar, vayamos a la mayor y planteemos una posible razón por la que desigualdad y pobreza puedan estar vinculadas. Como argumentaba Miguel Ángel Malo en Twitter hace unos días a raíz de un debate iniciado por un enlace a un trabajo académico por Sergio Torrejón, a menos que seamos capaces de obtener una medida absoluta de lo que es pobreza, siempre la tendremos que relativizar al conjunto de los ingresos y riqueza de la sociedad. Más aún, dado que la desigualdad en poder adquisitivo de la renta, es decir, medida en función de la capacidad de consumo y que es la expresión práctica de la propia desigualdad, depende de los precios relativos de dichos bienes (si un coche vale mucho comparado con un kilo de pollo tendré que renunciar al coche para poder comer), y estos precios relativos dependen a su vez de la desigualdad de ingresos y de lo altos que sean estos últimos en sus percentiles superiores (compare precios de cortarse el pelo en el centro de Cáceres con cortárselo en el centro de Londres), no es posible negar la unión de la una con la otra. O dicho en otras palabras: un aumento de la desigualdad conllevaría casi con toda probabilidad a un aumento de la pobreza. Si desigualdad y pobreza no son entes independientes, ya tienes cabida para ciertas políticas que favorezcan la desaparición de la segunda además del crecimiento económico.

El que está en la cola más pobre no solo le importa lo que puede comprar (pobreza), sino lo que pueden comprar los de arriba con sus ingresos

Para que entendamos. Imaginemos que ponemos en fila a todos los habitantes de un país. Los que están más cerca de nosotros, los observadores, son los que menos ingresos tienen, mientras que los que más lejos están, los que más tienen. Lo razonable es que un porcentaje de las personas más cercanas podrán ser calificadas como pobres. No me interesa si tienen una cuarta parte o un tercio de la renta mediana (de aquel que en la fila deja detrás al 50% de las personas), sino si pueden adquirir o no los bienes necesarios para satisfacer unas necesidades básicas. El problema es que cuanto más se estire la cola (mayor desigualdad) los precios de los bienes podrían verse afectados, pudiendo provocar que, para un mismo nivel de ingresos, la capacidad de consumo caiga para aquellos que se quedan atrás. Esta posibilidad no es del todo descabellada. Piense, por ejemplo, en el acceso a la vivienda en ciudades con elevadas diferencias de ingresos, por ejemplo en aquellas donde se concentran grandes bolsas de trabajadores con ingresos muy altos junto a otras con ingresos relativamente muy bajos. En esta situación, al que está en la cola más pobre no solo le importa lo que puede comprar (pobreza), sino lo que pueden comprar los de arriba con sus ingresos. Es más, cuanto más lejos estén más podrían verse afectados los precios relativos afectando al “nivel” que podemos considerar como pobreza. La tesis ultraliberal es que lo único que importa es si estás en la cola. Se olvidan que la capacidad de comprar de estos depende también de cómo se concentra la capacidad de gasto entre el resto de la población. No sería, por lo tanto, independiente una cosa de la otra.

Pero ya no solo que es fácil encontrar argumentos que vinculan desigualdad con pobreza. Además, hay consecuencias “absolutas” de la desigualdad que reducen el conjunto del bienestar social, por lo que políticas que la limen beneficiará al conjunto de todos.

Consecuencias negativas

Por ejemplo, en estos días se publicó el trabajo Elior Cohen donde se demuestra que determinadas políticas que ayudan a combatir la pobreza y la desigualdad en el acceso a bienes favorecen a ambas. Ayudar a los que menos tienen reducen ciertas consecuencias negativas de la desigualdad, como es la delincuencia o la falta de salud. Además, no hay evidencia, y no es este el único trabajo que lo muestra, que estas ayudas generen “adición”.

La negación entre la relación de la desigualdad con la pobreza va muchas veces aderezada de una afirmación igualmente simple: que la desigualdad crea incentivos que favorecen el crecimiento. Esta afirmación es aceptable, ceteris paribus, pero solo si se aísla de otras muchas posibles consecuencias negativas de la desigualdad con el crecimiento y que pueden transformar esa afirmación en negación.

Por ejemplo, en un trabajo de 2017, Keith Payne, Jazmin L. Brown-Iannuzzi, y Jason W. Hannay demostraron que la desigualdad puede generar ineficiencias muy potentes en las economías avanzadas que más que compensen el supuesto efecto beneficioso. Si unimos restricciones financieras (las familias con menos ingresos encuentran barreras de acceso a la financiación), baja educación financiera y mercados incompletos (no es posible asegurar toda situación futura), tenemos que aquellos que viven en la parte baja de ingresos toman más riesgos, asumiendo más pérdidas a lo largo de su vida, y para el conjunto de la economía.

Si a todo lo anterior sumamos consecuencias políticas, electorales, populismo etc, llegamos a la conclusión de que la desigualdad es un problema que hay que combatir. Cierto es que hay que hacerlo con mesura y sin crear desincentivos para favorecer a su vez el crecimiento. Pero más que nunca, por esta razón, es absolutamente necesario comprender muy bien su naturaleza y las posibles políticas aplicadas. Negando la realidad no se consigue ni lo uno ni lo otro, y por ello apostaríamos por una vida peor.

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