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Opinión

Convicciones ideológicas y pasiones partidistas

Pablo Iglesias en un mitin.

Después de varios ejercicios en los que se han ido prorrogando las cuentas públicas, la aprobación de los nuevos Presupuestos ha sido saludada como un gran éxito del actual Gobierno de coalición, que se aseguraría así la continuidad de la actual legislatura. Hablamos del principal instrumento legal del que dispone un Gobierno para organizar los ingresos y gastos anuales de los que depende el funcionamiento del Estado y fijar con ello sus prioridades políticas; a pesar de lo cual, se anuncia como un hecho extraordinario, del que no sabemos cuándo se repetirá. Da idea de que vivimos un tiempo político en que las fronteras entre lo normal y lo excepcional se tornan difusas.

Ahí están los 188 votos a favor de los Presupuestos para comprobarlo. Por excepcional no me refiero a que el Gobierno haya reunido una holgada mayoría parlamentaria, como celebran sus partidarios, sino al variopinto conglomerado que conforma esa mayoría. Sin contar a los partidos que forman el ejecutivo, los apoyos vienen de ERC, EH Bildu, PNV, PDeCAT, Más País-Equo, Teruel Existe, Nueva Canarias y el Partido Regionalista de Canarias.

Han convertido a Bildu en socio parlamentario preferente sin necesitar sus votos, para lo cual aducen razones como ‘es un partido legal’ o ‘ya no matan’ (¡qué suerte!)

Que los votos valgan igual en el procedimiento parlamentario no quiere decir que políticamente signifiquen lo mismo. Tiene toda la importancia que la actual coalición prefiera el favor de los independentistas catalanes, que intentaron quebrar el orden constitucional en 2017, al de un partido centrista como Ciudadanos, que ha ofrecido su apoyo hasta el último momento. Aún peor, han convertido a Bildu en socio parlamentario preferente sin necesitar sus votos, para lo cual aducen razones como ‘es un partido legal’ o ‘ya no matan’ (¡qué suerte!). Con estos aliados se acuerdan los Presupuestos: unos denuncian que España es un régimen autoritario donde hay ‘presos políticos’, o aseguran que ‘les importa un comino la gobernabilidad de España’, mientras los otros homenajean a etarras y proclaman que vienen a Madrid a ‘tumbar el régimen’. Eso sin mencionar al populista que se sienta en el Consejo de Ministros, factótum indispensable en estos arreglos.

No fue un exsecretario general del PP quien bautizó como ‘Frankenstein’ a semejante coalición, sino Alfredo Pérez Rubalcaba. El veterano socialista explicaba su disgusto en los siguientes términos: "Eso no suma, sería una investidura Frankenstein. Él (por Pablo Iglesias) tiene un partido variopinto, con independentistas, anticapitalistas y ecosocialistas; a él puede ser que no le choque hacer una investidura con independentistas, pero el PSOE no puede hacerlo". Vaya si se puede, incluso sumando a los abertzales. ¿Cómo se cruzan las líneas rojas? Pues una detrás de otra.

Extrañas alianzas

No puede extrañar que en conversaciones públicas y privadas sea habitual mentar al votante socialista: ¿cómo juzga que su partido se haya embarcado bajo el liderazgo de Sánchez en una alianza con populistas, independentistas y abertzales, todos ellos unidos en su común rechazo al régimen constitucional, cuando además en la campaña electoral se pregonó que se haría lo contrario? En tiempos había corrientes internas y luego los barones regionales; hoy quedan los jubilados y las encuestas para averiguar si hay socialistas contrariados por el rumbo del partido y dispuestos a cambiar de intención de voto.

Detrás de lo cual parece haber una idea bastante extendida acerca de cómo los ciudadanos votan: por simplificar, estos tendrían unas convicciones y preferencias ideológicas estables, por lo que elegirían al partido o al candidato cuyas políticas se ajustan mejor a éstas; si cambiaran de política, el votante buscaría otra opción más adecuada a sus preferencias o se iría a la abstención. Pero, ¿y si las cosas no fueran tan simples? ¿Si resultara que es la oferta política la que guía la demanda y no al revés?

La influencia del partido

Hay una interesante serie de experimentos conducidos por Geoffrey Cohen que parece indicarlo así. A los participantes, demócratas y republicanos, se les presentaron dos programas de subsidios sociales, uno muy generoso y el otro bastante austero. A unos se les pidió que evaluaran las propuestas de reforma sin indicarles cuál era la postura de sus partidos; en ese caso los demócratas aprobaron el programa generoso, en tanto que los republicanos se decantaron por el austero, como uno esperaría. Sin embargo, cuando a los participantes se les informó de la posición del partido las cosas cambiaron: los simpatizantes demócratas a los que se les dijo que su partido defendía el programa cicatero lo aprobaron; cuando se les dijo lo contrario, aprobaron la reforma generosa. Exactamente lo mismo sucedió con los republicanos, que apoyaron cualquiera de las dos opciones en función de lo que mantuviera el partido. La conclusión de Cohen es clara: la posición del partido pesa más que el contenido de la política. Lo mejor con todo es que los participantes negaron cualquier influencia del partido cuando se les preguntó; al contrario, se reafirmaron en su evaluación independiente del contenido de la política, eso sí, redescribiéndolo en los términos más acordes con la línea del partido. La influencia sólo afecta a los demás, por supuesto.

El público americano está libre de sofisticación ideológica: sus opiniones políticas carecen de estructura estable y tienden a ser inconsistentes en el tiempo

Cabe ir un paso más allá y preguntarse si la mayoría de los ciudadanos tiene algo así como convicciones políticas asentadas. Desde luego, sabemos por los estudios de opinión pública que habitualmente improvisan sobre la marcha sus respuestas en las encuestas y que muchas personas, como señaló John Zaller, realmente no piensan nada sobre la mayor parte de los asuntos por los que se les pregunta. Una figura destacada en dichos estudios como Philip Converse explicó que el público americano está libre de sofisticación ideológica: sus opiniones políticas carecen de estructura estable y tienden a ser inconsistentes en el tiempo, además no saben gran cosa de los asuntos públicos. Aunque su trabajo se centró en el sistema de creencias del ciudadano americano corriente, siempre pensó que sus resultados podían extrapolarse a otras sociedades.

¿Cómo se explica entonces que los ciudadanos se autoidentifiquen y describan a sus adversarios en términos ideológicos, como se ve por el uso y abuso en la conversación pública de etiquetas como ‘progresista’, ‘conservador’, o ‘facha’? Es más, esa superficialidad ideológica se compadece mal con todo lo que escuchamos acerca de la polarización política de sociedades como la española o la estadounidense. Por dicho fenómeno se entiende la división del electorado en dos bloques antagónicos, que tienden a alejarse uno del otro; una dinámica que espolea el rechazo del adversario, succiona las posiciones intermedias y reduce la diversidad interna en cada bloque. ¿No es la prueba de que la gente tiende hacia opiniones más extremas ideológicamente hablando?

Polarización afectiva

Por lo que sabemos por estudios recientes sobre la sociedad norteamericana, las cosas no son exactamente así. Nadie pone en duda la polarización política del electorado, pero es una polarización afectiva más que ideológica, caracterizada por la mayor animadversión hacia los del otro bando. Las líneas de división son partidistas, que no es lo mismo que ideológicas. El error está en pensar que la base de la adhesión partidista es la ideología, cuando en realidad las preferencias políticas dependen fundamentalmente de lazos afectivos e identidades de grupo. Hay una amplia literatura académica que explica que las creencias políticas son en gran medida socialmente adaptativas: más que a la verdad, responden al sentido de pertenencia y a la lealtad al grupo. De ahí que sea tan difícil corregirlas.

Nada de lo anterior invita al optimismo. Las etiquetas ideológicas funcionan como banderías o señas de identidad y muchos votantes se asemejan más a hinchas deportivos que al ciudadano racional que nos pintaban. Es bueno saberlo para no hacerse ilusiones y revisar algunos supuestos irreales acerca de cómo los ciudadanos actúan en política. Democracia para realistas, que reza un libro conocido. Parece claro que las pasiones partidistas requieren líderes responsables, capaces de encauzarlas con sentido de la mesura, pero sobre todo nos recuerdan la necesidad de contar con instituciones robustas que actúen como diques de contención. En punto a sofisticación, parece más razonable confiar en los checks and balances de una democracia constitucional que en las supuestas virtudes del cuerpo electoral.

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