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Opinión

Del principio de neutralidad, una vez más

Las instituciones públicas no gozan del derecho a la libertad de expresión, como tampoco de libertad ideológica, pues los derechos fundamentales corresponden únicamente a los ciudadanos

Imagen de una agresión sufrida por S'ha Acabat! en un campús universitario

El Pleno del Parlamento de Cataluña del pasado 27 de abril nos deparó un llamativo incidente, que en el torrente de noticias recientes ha tenido poco eco. Al inicio de la sesión la presidenta dio lectura a una declaración pública de condena del espionaje político, aprobada en la Junta de Portavoces con los votos de ERC, Junts, las CUP y En Comú. Ignacio Martín Blanco, de Ciudadanos, intervino para recriminar a Laura Borràs que se saltara de esa forma el reglamento de la Cámara, recordándole que el desempeño de un cargo institucional como el que ocupa exige tanto la observancia de las normas como imparcialidad en el ejercicio de su función. O más bien intentó hacerlo, pues la presidenta le negó el uso de la palabra y, ante las protestas reiteradas de los diputados de Ciudadanos, terminó expulsando a alguno. No es la primera vez.

El detalle sorprendente estuvo en las explicaciones que dio Borràs ante la Cámara, cuando aseguró: ‘Es una declaración de la Junta de Portavoces y por el artículo 169.2 puedo leerlo y así lo he hecho’. Tras lo cual procedió a leer el citado artículo, pero saltándose la palabra clave: 'Se llaman declaraciones del Parlament las acordadas unánimemente por el presidente y por la Junta de Portavoces. Estas declaraciones se publican en el Boletín Oficial del Parlament, y son leídas en sesión plenaria o en la comisión correspondiente, según determine la Mesa'. El adverbio que olvidó leer es crucial, pues distingue las declaraciones oficialmente atribuidas al Parlamento de Cataluña de otro tipo de declaraciones. Si es un descuido, no carece de importancia, pero tampoco parece casual.

Lo cierto es que esta clase de incidentes vienen sucediendo con regularidad bajo la presidencia de Borràs, quien no parece tener claro que la alta representación que ostenta se compagina mal con el perfil de activista que cultiva. Recordemos que en febrero pasado no tuvo reparos en sumarse a los cortes de tráfico que los independentistas realizan en la Meridiana, a pesar de estar prohibidos por el Departamento de Interior de la Generalitat. De ahí que el portavoz de Ciudadanos le reprochara en aquella ocasión su menosprecio por el pluralismo y la neutralidad de la institución que representa. Llueve sobre mojado en el mundo independentista. Que se lo pregunten si no a Joaquim Torra, cuya desobediencia contumaz a los requerimientos que le exigían cumplir con el principio de neutralidad le costó nada menos que la inhabilitación en el cargo.

Tampoco el problema se limita al mundo político, sino que se extiende por desgracia más allá, de los colegios profesionales a las universidades. Como es sabido en el caso de estas últimas, los tribunales de Cataluña han fallado en contra de algunas por faltar a la neutralidad que cabe exigirles como instituciones públicas. Lo hicieron en el pasado contra la Universidad de Barcelona, en sentencia confirmada el año pasado por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Ahora, a fines de marzo, hemos conocido una nueva sentencia de un Juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Barcelona que falla contra de la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC) por la misma razón.

No deja de llamar la atención la presteza y contundencia con que tales órganos universitarios se pronuncian sobre asuntos de toda índole, mientras pasan en silencio sobre los sucesos que sí les conciernen

El recurso en este caso fue presentado por cinco profesores de la Politécnica que consideraron sus derechos vulnerados por una resolución acordada por el claustro universitario, donde se denunciaba la injusticia de las actuaciones sancionadoras emprendidas por el Tribunal de Cuentas en contra de antiguos miembros del gobierno catalán por desviación de fondos públicos, entre ellos el economista Mas-Collell, con los que se solidarizaba. No deja de llamar la atención la presteza y contundencia con que tales órganos universitarios se pronuncian sobre asuntos políticos o judiciales de toda índole, mientras pasan en silencio o emiten tibios comunicados sobre los sucesos que sí les conciernen directamente, como las agresiones reiteradas que sufren asociaciones estudiantiles constitucionalistas como S’ha Acabat! en los campus catalanes. Puestos a denunciar injusticias y ataques a libertades, ahí no les faltaría material.

Vale la pena repasar la sentencia porque la cuestión en litigio es relevante y altamente controvertida. Los portavoces independentistas y sus compañeros de camino no sólo hacen caso omiso de ella en la práctica, sino que rechazan como principio la exigencia de neutralidad. En el procedimiento judicial que nos ocupa, la defensa de la Politécnica sostuvo que dicho principio carece de rango constitucional y que en todo caso se podría pedir a los servicios administrativos de la universidad, pero no al claustro. Como órgano representativo de la comunidad universitario, éste tendría todo el derecho a pronunciarse sobre los problemas que afectan a la sociedad, pues para ello tiene el amparo de la libertad de expresión y de la autonomía universitaria. Tal es el argumento que se esgrime habitualmente en contra de la exigencia de neutralidad.

Esos derechos sirven de protecciones de las personas frente a instituciones y autoridades; atribuírselos a éstas es tanto como desproteger a aquellas

Por lo que respecta a la libertad de expresión, que siempre se enarbola en estos casos, parece que estamos condenados a replicar una y otra vez con lo obvio: que las instituciones públicas no gozan del derecho a la libertad de expresión, como tampoco de libertad ideológica, pues los derechos fundamentales corresponden únicamente a los ciudadanos. Entre nosotros es doctrina reiterada del Tribunal Constitucional y así lo recuerda el juez del caso. No es porque lo diga el Tribunal, pues la razón de fondo es sencilla de entender: esos derechos sirven de protecciones de las personas frente a instituciones y autoridades; atribuírselos a éstas es tanto como desproteger a aquellas. Cualquiera con un mínimo temperamento liberal lo ve, como puede ver el interés de los nacionalistas por invertir ese orden de prioridad.

Tampoco funciona mejor el argumento de la autonomía universitaria. Según define la ley de universidades en vigor, su régimen de autonomía está vinculado al desarrollo de las funciones que les son propias, como la elaboración de sus estatutos y normas de funcionamiento interno, la organización de la docencia y la investigación, la selección de personal o la expedición de títulos, entre otras. Si se repasan tales funciones, como hace el juez, no cabe entender que los pronunciamientos ideológicos o partidistas formen parte del derecho a la autonomía universitaria. Pues ésta no tiene otro fin que asegurar la libertad académica, esto es, ofrecer un marco estable dentro del cual docentes, investigadores y estudiantes puedan desarrollar sus actividades sin interferencias ni presiones ajenas al mundo académico.

Los miembros de la comunidad universitaria pueden defender los proyectos ideológicos que mejor les parezcan, pero no atribuírselos a la institución ni utilizar sus órganos de gobierno para ello

Por ello resulta ciertamente paradójico que apelen a la autonomía universitaria quienes pretenden desvirtuar su sentido. Como recordaba la sentencia de la Universidad de Barcelona, las universidades no están para servir de cauce a la participación o la representación política; de hecho, tal cosa interferiría con el desarrollo de sus funciones propias. Los miembros de la comunidad universitaria pueden defender los proyectos ideológicos que mejor les parezcan, pero no atribuírselos a la institución ni utilizar sus órganos de gobierno para ello. Es tan sencillo como eso. Pensar otra cosa es tanto como conceder licencia para instrumentalizar la institución, poniéndola al servicio de intereses partidistas o causas ideológicas que nada tienen que ver con lo académico, como estamos viendo en los claustros catalanes. El ‘nada humano me es ajeno’ no deja de ser un subterfugio barato para ello.

Por eso conviene subrayar que la exigencia de neutralidad no es un invento de los tribunales (¡ni de los liberales!), sino que se deriva del mandato constitucional según el cual las instituciones públicas han de servir con objetividad los intereses generales. Esa es la médula del principio: si las instituciones públicas son de todos, no pueden ser instrumentalizadas por algunos al servicio de los intereses políticos o ideológicos de parte; si no fuera así, se permitiría a esa parte avasallar a los demás, sin atender a sus derechos, pretendiendo además que lo hace en nombre de todos. Ahí radica su importancia, pues pone coto al sectarismo y la arbitrariedad por respeto a los derechos de todos; con ello actúa no sólo como salvaguarda del pluralismo social y político, sino de las propias instituciones, al impedir que sean usadas para fines bastardos. Lo que vale para las universidades, pero tanto o más fuera de ellas. Como abundan quienes cuestionan hoy la neutralidad, o la desprecian sin rebozo en la práctica, parece obligado recordar su sentido en la arquitectura de una sociedad liberal y pluralista, donde resulta un contrafuerte imprescindible.

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