Opinión

En defensa de los valores tradicionales

Un cartel de 'Black Lives Matter' Estados Unidos
Un cartel de 'Black Lives Matter' Europa Press

Como muchos chavales de mi generación, de niño fue un colegio católico. Era el catolicismo modernillo y vivaz de la Cataluña de Esplai de los ochenta; quizás un poco menos dado de hacer excursiones a la montaña que otros, pero igual de aficionado a tener gente tocando la guitarra a la más mínima excusa.

Mi educación, por lo tanto, fue una de valores tradicionales. No de Biblia o Evangelio a todas horas (en esa época incluso los católicos estaban un poco hartos de ello), pero sí centrada sobre la importancia del respeto, de la dignidad, del amor al prójimo, de apreciar y entender nuestra cultura y tradición. En el Instituto, recuerdo con cariño un profesor de filosofía que solía explicar que las dos grandes verdades sobre las que se construyó Occidente se encontraban en Platón y Aristóteles, la búsqueda de la felicidad y el valor de la mesura, y que todo lo que ha venido después son notas a pie de página.

Por encima de todo, fue una educación donde se nos insistió inculcó la importancia de ser buenas personas, honestos, nobles y sensatos. El mundo era un lugar complicado y la vida a menudo difícil, pero en esencial era ser fieles a esas viejas verdades.

Se ha hablado mucho estos últimos años sobre cómo la izquierda parece estar tomada por moralistas, censores, y personas obsesionadas con la corrección política. Muchos intelectuales conservadores se han exclamado sobre cómo los progresistas están intentando redefinir la sociedad, forzar ideas y valores nuevos en el espacio público mientras se expulsan las viejas tradiciones.

No seré yo quien vaya a criticar esas viejas ideas (Platón y Aristóteles tenían razón), pero tengo la sospecha de que detrás de toda esa jerga de izquierdas hay más postureo y ganas de figurar que ninguna noticia nueva sobre moralidad

No lo voy a negar: hay mucha gente en la izquierda que se ha vuelto completamente insufrible en muchos debates éticos y culturales. Es francamente agotador tener que religar y pedir disculpas cuando quieres ver una película filmada en 1954 (Sí, Siete Novias para Siete Hermanos es moralmente un poco especialita, pero los números musicales son maravillosos) o tener que dar 30.000 vueltas en cualquier debate para no ofender absolutamente a nadie. Hay toda una progresía que se ha vuelto insoportablemente puritana y cargante, y en según qué círculos izquierdistas es necesario hablar una jerga incomprensible para que te hagan caso.

Muchos intelectuales conservadores se han rebelado contra esta neolengua y pedido un cierto retorno a los viejos valores de antaño. No seré yo quien vaya a criticar esas viejas ideas (Platón y Aristóteles tenían razón), pero tengo la sospecha de que detrás de toda esa jerga de izquierdas hay más postureo y ganas de figurar que ninguna noticia nueva sobre moralidad.

La tradición woke que mucha progresía ha copiado y resulta ser tan insoportable tiene su origen en el protestantismo americano de principios del siglo XIX. Hay toda una corriente de revivalismo milenarista de congregaciones religiosas que deciden que es hora de salvar al país de sí mismo y promover una nueva moralidad, más pura y más genuinamente cristiana. Estos movimientos acabaron derivándose en el movimiento abolicionista de mediados de siglo y perduran en el tiempo tomando nuevas causas e ideas de una década a otra.

El fenómeno moralista del protestantismo americano ha ido emergiendo en la historia del país abrazando causas a veces de izquierdas, a veces de derechas. Empezaron con la esclavitud, pero hacia finales del siglo XIX gran parte de sus energías estaba concentrado en la ley seca. Tras su aprobación (y fracaso), esa energía volvió a aparecer en la lucha por los derechos civiles. En los ochenta, se convirtió en la derecha religiosa americana y en esta última década el viejo espíritu salva patrias se ha reencarnado en la muy pelma cruzada woke.

Lo cierto es que esta tradición de agitación moral semi religiosa a los españoles nos es un poco extraña. La izquierda en nuestro país suele provenir del movimiento obrero y movimientos sociales, no del púlpito, así que estamos más acostumbrados a retóricas de solidaridad que a cruzadas sobre pureza moral. No me sorprende que este nuevo izquierdismo sea tan irritante para muchos.

Toda esa jerga sobre indigenismo y multiculturalidad no va mucho más allá de entender al prójimo y ser considerado con ellos

Lo que también es verdad es que si miramos y escuchamos con cierta atención lo que está diciendo esa gente (y tienes un diccionario de jerga progresista mano) su mensaje realmente no es tan distinto al de esos valores tradicionales que explicaba arriba. Detrás de todas esas burradas sobre corrección política, en el fondo no hay mucho más que una llamada tratar a todo el mundo con respeto y no comportarse como un imbécil con extraños. Tras todas esas proclamas sobre inclusión y diversidad, no hay mucho más que pedir a la gente que sean buenas personas. Y toda esa jerga sobre indigenismo y multiculturalidad no va mucho más allá de entender al prójimo y ser considerado con ellos.

Desafortunadamente, muchos activistas profesionales esto de ofuscar viejas ideas bajo montañas de palabras absurdas es como se ganan la vida. Así que en vez de tener una izquierda que simplemente nos pide que seamos buenos, tenemos un montón de gafapastas usando toda clase de palabros complicados más para promocionarse ellos mismos que para ganar debates o convencer a nadie.

El pequeño secreto de gran parte de la izquierda es que en realidad no están pidiendo nada nuevo. Son los viejos valores de siempre, los que todos compartimos, solo que ofuscados para sonar de la forma más repelente posible. Es mejor ignorarlos que ponerles un micrófono delante.