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Opinión

En defensa del bipartidismo imperfecto (y III)

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, junto a la vicepresidenta, Carmen Calvo.

En el anterior capítulo me refería a que el bipartidismo, como algo propio de nuestro sistema político, empezaba a reconstruirse en el espacio del centro-izquierda, mientras el centro-derecha ahora presentaba la fragmentación que antes caracterizó al centro-izquierda.

Parece lógico, y lo apuntan las encuestas preelectorales, que el PSOE saldrá beneficiado de tal tendencia o movimiento. Es una reacción a un Congreso de los Diputados con muchos partidos representados, y como los acuerdos para gobernar no han sido posibles en estas dos últimas legislaturas -y en 40 años de vigencia de la Constitución nunca se ha formado una coalición para gobernar-, los electores van a corregir sus anteriores comportamientos electorales, dejarán de votar por simpatía o por rabia, y buscarán a los que le aseguren estabilidad.

No habrá mucha abstención, pero aumentarán significativamente los votantes agnósticos, aquéllos que elegirán sin creer en el partido como en el pasado, es decir, votando como se compra el producto mejor o menos malo en el supermercado de los partidos políticos, lo que significa que el ciudadano, que sigue confiando en las urnas, ya no decide su sufragio por imperativos morales e ideológicos.

Nuestro sistema político funciona bien si existen acuerdos desde el centro político, pero la actual polarización, aunque sea artificial, genera serias incógnitas de futuro

Pedro Sánchez aparece como el líder más inteligente, comparado con los demás dirigentes partidarios, que hasta ahora no han dejado de cometer errores. En efecto, Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal se están equivocando en esta perpetua precampaña electoral porque dependen en exceso de las encuestas de opinión, y de la opinión publicada de los medios de comunicación, especialmente, de los medios afines, más que de los contrarios o neutrales.

Así, Pablo Casado quiso diferenciarse de Rajoy y de Soraya Sáenz de Santamaría, lanzando un discurso “sin complejos” (que era la crítica que hacían a Rajoy detractores como Federico Jiménez Losantos), como fueron sus crudas descalificaciones a Pedro Sánchez, sus ideas irrealizables sobre la ley del aborto, o las atroces propuestas para las inmigrantes ilegales que darían sus hijos en adopción a cambio de documentos legales. Al principio, el discurso de Casado era parecido al del José María Aznar de la oposición a Felipe González, pero cuando empieza a recoger velas de su exaltado tono descomplejado, su estilo semántico recuerda mucho al Aznar de su primera etapa de presidente de Gobierno y, en ambos casos, su discurso suena antiguo y bastante  artificial.

Albert Rivera convenció a su ejecutiva de su no es no al PSOE de Sánchez mediante encuestas de opinión, y con argumentos de los propios encuestadores. Sus polémicos fichajes de miembros de otros partidos, como si fueran futbolistas de equipos rivales, también se justificaron con sondeos de opinión. No hubo ninguna reflexión política. A Rivera le puede ocurrir lo mismo que a Artur Mas: con encuestas de opinión creyó una y otra vez que obtendría mayoría absoluta parlamentaria, pero lo que hizo fue impulsar a los rivales de su mismo campo ideológico, hasta que tuvo que abandonar sus ambiciones de poder.

Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal se están equivocando en esta perpetua precampaña electoral porque dependen en exceso de las encuestas de opinión

Santiago Abascal se beneficia de la novedad, paradójicamente en alguien tan dispuesto a defender lo antiguo y a blasonarse con lo tradicional. Parece cierto que ha puesto nerviosos tanto a Casado como a Rivera. Casado empieza a darse cuenta de que Abascal busca su puesto y su espacio electoral, más que  derribar a Sánchez del Gobierno. Rivera creyó que Vox le quitaría el primer puesto de fustigador de los independentistas catalanes. Como su objetivo era ocupar el puesto de Casado, su preocupación estaba en que Vox le quitase votos a  Ciudadanos tanto como al PP. Solución: acentuar su nacionalismo español, sumar votos en todas partes, incluso con defensores del cupo navarro, y presentar a Inés Arrimadas a estas elecciones, aunque fuese a costa de sacarla de Cataluña. Pero estas maniobras, unas jugarretas electorales, puede que finalmente sean exageraciones. Vox no es para tanto.

Algunos analistas pronosticaron que Javier Ortega Smith, en número dos del partido de Abascal, obtendría grandes réditos electorales de su papel de abogado acusador de los independentistas catalanes en el Tribunal Supremo. Hasta ahora es un tigre de papel, y esa metáfora se puede aplicar a Vox y a Abascal. El peligro nunca fue la Falange de Primo de Rivera, sino Franco y los generales golpistas, y eso lo vio claramente Indalecio Prieto.

El problema de Pedro Sánchez es que él da menos confianza que las siglas del PSOE. Otra de las consecuencias negativas de las simulaciones políticas de estos últimos años fue que todos los dirigentes partidarios no pudieron dar seguridad. Si no fuese por eso, Sánchez y el PSOE alcanzarían solos la mayoría para gobernar. La incógnita está en saber quién de los constitucionales no podrá gobernar porque no tuvo otro remedio que entenderse con partidos anticonstitucionales, PP y Ciudadanos con Vox, el PSOE con Podemos. Nuestro sistema político funciona bien si existen acuerdos por el centro político, pero la actual polarización, aunque sea socialmente artificial, mantiene las incógnitas del futuro.  

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