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Opinión

El cuchillo de mantequilla y el fin de ETA

Treinta años después aún recordamos los aspavientos de los enmascarados y la parsimonia de mi abuela Maite en su silla de mimbre

Un operario borra una pintada a favor de ETA
Un operario borra una pintada a favor de ETA EFE

Correr delante del toro de fuego era toda una liturgia. Los niños más pequeños íbamos con el corazón en un puño agarrados de la mano de nuestros padres, hermanos o primos mayores, todos vestidos de blanco, con el pañuelo rojo al cuello. Ese toro de cartón piedra, con unas bengalas en el lomo, tenía algo de sobrenatural. Oscuro en medio de la noche, los fogonazos pirotécnicos iluminaban con destellos la plaza de los Fueros de Estella. Entrábamos en éxtasis. Sudábamos y el pelo se nos pegaba a la cara. Gritábamos, azuzábamos al hombre que tiraba del carro reconvertido en animal y volvíamos a casa para contar aún con el aliento entrecortado lo cerca que habíamos estado del toro. La chavalería más mayor, los que ya rondaban los 12 años, también corrían, pero lo hacían solos, mascando chicle o alguna gominola, con un gesto chulesco que parecía decir: “Mirad, estoy aquí y no tengo ningún miedo”. No había nada como las fiestas de Estella.

La casa de piedra gris que teníamos cerca del parque de Los Llanos se había convertido en un refugio para la familia después de que mataran al abuelo Juanmari. Ya lo era antes, pero tras el asesinato cobró un nuevo significado. Mi abuela Maite, viuda con nueve hijos, dejó atrás el País Vasco y se marchó a Madrid tras perder a su marido. Pero en julio siempre volvía a Estella, a Navarra, a la casa en la que había pasado los veranos con mi abuelo y sus hijos. Ahora con los nietos rebosaba vida de nuevo.

En Estella siempre pasaban cosas. Nos picaban las ortigas cuando volábamos con las bicis junto al convento semiderruido de Las Benitas, atrapábamos sapos cerca de la piscina y en septiembre cogíamos moras cuando subíamos a la cruz de hierro, un monte accesible desde donde se ve toda la ciudad. Las noches eran de tertulia en familia. Hablábamos de lo que queríamos ser de mayores. Yo, con cinco años, quería ser médico de encierros. Le contaba a mi abuela que si me encontrase con algún herido por asta le pondría un corcho de botella para taponar la hemorragia y después la cubriría con una venda. Nada podía salir mal.

También se hablaba del abuelo, pero no con dolor -aunque ahora imagino que lo habría-, sino con alborozo, recordando anécdotas suyas en Estella o en cualquier otro lugar. Los niños quizá desconocíamos los detalles del atentado. Que había sido el 4 de octubre de 1976. Que un comando de ETA lo esperaba en la puerta de casa, en San Sebastián, para acribillar su coche oficial justo cuando llegaba para comer. Que los terroristas también mataron al chófer, José María, y a los escoltas, Alfredo, Luis Francisco y Antonio. Que mis tíos vieron la escena de sangre y trasladaron a mi abuelo aún con vida al hospital, pero que no sobrevivió a la operación. Se nos escapaban los detalles, pero siempre supimos que lo habían matado.

¡Niños, poneos la chaqueta!”. Aquella noche refrescaba. A medida que oscurecía, mi hermano Juanmari -11 años- y yo nos íbamos acercando a la mesa de los mayores, único punto iluminado en el jardín. La mesa y los bancos eran alargados, de madera, pintados de verde. Mi abuela se sentaba en un extremo, en un sillón blanco de mimbre con un cojín amarillo. A su lado, mi madre Carmen y mi hermana Fátima, de 13 años. Estaban inmersas en una de sus interminables tertulias, hablando de todo y de nada. Empezamos a contar chistes o ingenios, agotados tras un día más de aventuras, tratando de alargar unos minutos más la hora de irnos a la cama. Una noche como cualquier otra.

Máscaras

Los gritos nos sobresaltaron. Miramos hacia la valla junto a la calle y ahí estaban. Varios jóvenes con máscaras se encaramaban a los barrotes y nos increpaban directamente a nosotros: a mi abuela, a mi madre, a los tres niños. Hacían aspavientos, chocaban un palo contra las barras de metal para hacer más ruido. No acerté a comprender lo que nos decían o de qué eran las máscaras con las que se cubrían, sólo a correr. Me quedé atrás, piernas cortas, y mi hermana acompasó su ritmo con el mío para no dejarme solo.

Nos topamos con la puerta cerrada. Mi hermano se había encerrado con miedo. Golpeamos con las manos: “¡Abre, abre, somos nosotros!”. Por fin abrió la puerta y nos reunimos los tres en la claridad de la cocina. Vimos que mi hermano, acogotado por el miedo, había cogido un cuchillo de mantequilla para defenderse. Mi hermana, más madura de lo que le correspondía a su edad, quebró el silencio con una carcajada: “¡Pero si eso no corta ni el papel!”. Nos dio la risa, espantando los temores. No pasó ni un minuto cuando mi madre entró en la cocina y nos dijo que los de las máscaras ya se habían ido. Disfrazó la realidad y contó que iban vestidos así por ser fiestas y que todo aquello no era más que una broma. Quizá mis hermanos advirtieron que eran encapuchados que querían hacer notar su presión. Yo me tragué la milonga.

Nos asomamos al jardín para comprobar que todo estaba despejado y así irnos a la cama sin temores. El farol iluminaba la mesa y los bancos alargados, de color verde. Allí estaba mi abuela Maite, tranquila, en el mismo sillón de mimbre blanco con su cojín amarillo. Hizo un ademán relajado y soltó alguna broma. Creo que tomamos helado, ese bloque de varios sabores que se corta y se come entre barquillos cuadrados. Retomamos la conversación de ser médicos de encierros y nos fuimos a dormir cuando se nos olvidaron las máscaras y el ruido del palo contra la valla.

A la abuela Maite no le costó hacer ese gesto tranquilo. Durante años había soportado las amenazas veladas o directas, una presión que finalmente cobró forma el 4 de octubre de 1976. Todo había cambiado desde entonces. Tras enterrar a mi abuelo se marcharon a Madrid, una ciudad que sólo conocían de paso. En contraste, unos radicales con la cara cubierta y que buscaban amedrentar ya no le suscitaban ningún temor.

El episodio de las máscaras ocurrió hace casi treinta años. Ya no existen las ortigas junto al convento semiderruido de Las Benitas, reconvertido en una escuela de música; la casa de Estella en la que pasábamos los veranos está ahora vacía; mi abuela ya no está, al menos físicamente. Y ETA, asfixiada por la presión policial, judicial y social, ya no mata. Este miércoles se cumple una década desde que anunciara su decisión forzosa de dejar las armas.

El tiempo es olvido para muchos. Un dato: sólo cuatro de cada diez jóvenes saben quién fue Miguel Ángel Blanco. Para otros, la memoria sigue anclada de un modo u otro en el pasado. Las familias de 853 personas ya no pueden abrazar a los suyos; el entorno afín a ETA mantiene sus reivindicaciones en la calle, con 146 actos públicos de reconocimiento a los terroristas en lo que va de año, según los datos que maneja el Observatorio de Radicalización de Covite.

Pero la memoria también es volátil. Ya no recordamos de qué eran las máscaras con las que aquellos radicales se cubrían la cara o los gritos que nos lanzaban. Cuando nos acordamos de aquella noche nos reímos de la parsimonia de mi abuela Maite en su sillón de mimbre -también espiritual, con la que espantó entre los nietos cualquier atisbo de sentimiento oscuro tras el atentado del abuelo Juanmari- y de aquel cuchillo de mantequilla que no cortaba ni el papel.

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