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Opinión

Cuanto peor, mejor para Sánchez

Sánchez gobierna con poderes semiabsolutos mediante decretos de los que el Congreso se limita a darse por enterado pero que no puede tumbar

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

En abril de 1999, sólo unos meses después de llegar al poder, Hugo Chávez introdujo una solicitud de ley habilitante ante el entonces Congreso de la República. Necesitaba poderes extraordinarios en materia económica y financiera y los diputados, aún en plena luna de miel con el joven militar que traía bajo el brazo un ambicioso programa de regeneración nacional, se los concedieron. Una vez expirado el plazo solicitó otro periodo especial, esta vez duró un año y provocó que se encendiesen las alarmas ante lo que muchos interpretaron como una deriva autoritaria de un Gobierno al que, curiosamente, no se le caía la palabra democracia de la boca.

Vendrían más leyes habilitantes en 2007, 2010, 2013, 2014 y 2015. La constitución bolivariana del 99 lo contemplaba y el chavismo simplemente se limitó a aprovechar la ventaja que se había auto otorgado. Aquello formaba parte de la nueva normalidad venezolana, algo tan anormal que nunca imaginamos que pudiese implantarse en España. Nuestro sistema no es presidencialista, es parlamentario y eso significa que son las Cortes las encargadas no sólo de fiscalizar al Ejecutivo, sino también de elaborar y tramitar las leyes. Algo como lo de Venezuela no podía pasar porque la naturaleza del sistema lo impedía.

La crisis del coronavirus y, especialmente, lo tarde que reaccionó el Gobierno nos llevaron de cabeza a una figura conocida como estado de alarma, algo contemplado en la Constitución junto a los de sitio y excepción. El de alarma es el más suave de los tres. No implica suspensión de los derechos fundamentales y viene motivado por catástrofes naturales o epidemias. Encajaba, pues, como un guante, pero la realidad es que nuestro estado de alarma se parecía mucho desde el principio a un estado de excepción en todo lo relativo a la libertad de circulación y reunión.

En nuestra incorregible ingenuidad pensábamos que, tan pronto como diese comienzo el desconfinamiento, el estado de alarma quedaría suspendido y España volvería a ser un país normal

Pero a mediados de marzo las circunstancias eran las que eran por lo que, mientras pasase rápido, la mayor parte de la población estaba dispuesta a soportarlo. El problema es que llevamos ya mes y medio de estado de alarma, el Gobierno hace y deshace a su antojo, el Congreso es un elemento puramente decorativo y libertades fundamentales como la de circulación permanecen cercenadas. En nuestra incorregible ingenuidad pensábamos que, tan pronto como diese comienzo el desconfinamiento, el estado de alarma quedaría suspendido y España volvería a ser un país normal. Pero no, Sánchez y sus socios le han tomado cariño a esto.

El desconfinamiento como tal arrancó el pasado domingo con el permiso para poder sacar de paseo a los niños menores de 14 años y continúa este fin de semana con el levantamiento de algunas -no muchas- limitaciones de circulación. en este momento debería darse por concluido el estado de alarma aún manteniendo ciertas restricciones. En Portugal, donde hace un mes decretaron el estado de emergencia, equivalente al nuestro de alarma, lo han suspendido en el mismo momento en el que han empezado a aflojar los criterios de cuarentena obligatoria. El país irá recuperando de manera progresiva la normalidad empezando por las instituciones.

Una anomalía española

Nada impide que aquí hagamos exactamente lo mismo. El Gobierno disfruta ahora de una serie de competencias y poderes extraordinarios que sólo se justifican en momentos muy excepcionales que a partir de esta semana habrán dejado de serlo. Hoy por hoy, y así hasta el próximo 22 de junio, Sánchez gobierna con poderes semiabsolutos mediante decretos de los que el Congreso se limita a darse por enterado pero que no puede tumbar. Una ley habilitante disfrazada de estado de alarma aplicado con criterios de estado de excepción. Esta es la anomalía española que no debería durar ni un minuto más allá de este fin de semana.

Cuestión aparte sería el desconfinamiento propiamente dicho, cuyos plazos son demasiado largos y sus criterios muy estrictos y arbitrarios. Un plan que el Gobierno no se ha dignado, no ya a consensuar, sino siquiera a informar a los tres partidos de la oposición, que obtuvieron más de 10 millones de votos en noviembre y que cuentan con 151 escaños en el Congreso, sólo 4 menos que el bipartito gobernante. Sánchez y su socio, en definitiva, han convertido la crisis sanitaria en un implacable rodillo parlamentario.

El empleo de la provincia como unidad territorial básica para el desconfinamiento progresivo es otro patinazo. Las provincias en España son cualquier cosa menos uniformes

Sucede, además, que no todas las partes de España están afectadas del mismo modo. Las zonas rurales podrían desconfinarse a mucha más velocidad que las ciudades y, entre estas últimas, la epidemia no ha impactado del mismo modo en Madrid que en Santander o en Oviedo. El empleo de la provincia como unidad territorial básica para el desconfinamiento progresivo es otro patinazo. Las provincias en España son cualquier cosa menos uniformes. La más extensa, Badajoz, es diez veces y media más grande que Guipúzcoa, la más pequeña del país. La más poblada, Madrid, tiene 65 veces más población que la menos poblada, Soria. A esto habría que sumar las particularidades propias de cada una de las doce islas habitadas de los archipiélagos balear y canario, y de las dos ciudades autónomas del norte de África. Ahí van dos datos muy ilustrativos. Tenerife o Mallorca superan los 800.000 habitantes mientras que la Graciosa tiene sólo 720. Las ciudades de Ceuta y Melilla tienen mucha más población en 30 kilómetros cuadrados que toda la provincia de Teruel en casi 15.000 kilómetros cuadrados.

Sin rendir cuentas

Si bien para contener el desbordamiento de los primeros días podía estar justificado el mando único, no lo está en absoluto para el desconfinamiento, más aún cuando queda al albur del Gobierno cambiar los criterios o los plazos cuando lo crea oportuno en función de sus necesidades políticas. La prolongación del estado de alarma se lo permite, no tiene que rendir cuentas a nadie y puede modular las medidas a su antojo o al de sus socios de investidura, a los que necesita para seguir en la Moncloa. Todo está supeditado a eso, tiene que dejar el asunto bien atado antes de que se presente, como decía José Alejandro Vara en estas mismas páginas el pasado miércoles, el general invierno con una depresión económica, un 25% de desempleo y la consiguiente inestabilidad social.

Para entonces es posible que la covid-19 se haya esfumado para no volver o que tengamos otro brote que colapse nuevamente las urgencias hospitalarias. Eso, evidentemente, aún no lo sabemos, lo que si tenemos claro ya es que el Gobierno ejerce de oposición y se ha abonado al cuanto peor, mejor.

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